jueves, 5 de septiembre de 2013

El ego del escritor

El otro día me encontraba charlando de lo divino y de lo humano con unos amigos y salió, casi sin querer, el tema del ego del escritor. La conversación resultó sumamente interesante para los presentes y aquí en mi blog, santo templo de mis pensamientos, deseo contaros mi opinión al respecto.


Es cierto que el ego de una persona puede demostrarse independientemente de la profesión a que se dedique. Concretamente, a la profesión a la que le ofrezco, sin dudarlo, la mayoría de mi tiempo que es, como muchos ya sabéis, la de abogado, podría identificar con nombres y apellidos a algunos de mis colegas cuyo ego es más grande que el Estado de Nueva York aunque, no es menos cierto, que el ego del escritor es visible a leguas sin necesidad de que nadie nos lo cuente, las razones de ello las desconozco.



No soy psicólogo ni pretendo serlo pero ellos, quizás, no diferirán mucho conmigo en la apreciación de que el ego se puede asemejar a un complejo de inferioridad padecido en el pasado que a la edad adulta se transforma en el "yo soy el mejor de todos, el puto amo"; o igual es la consecuencia de un mecanismo de defensa de su cerebro al sentirse importantes. Sea como fuere, en el escritor ya consagrado como aquel que empieza a ser famosete, resulta sintomático ese cambio de postura, al menos a mis ojos inocentes.



En honor a la verdad debo decir que de los escritores o escritoras que conozco (pienso que bastantes en número y en calidad literaria), la gran mayoría de ellos o ellas no sufren de ese mal endémico, aunque "haberlos haylos". Las señales que transmiten todos las conocemos: miran por encima del hombro al que creen inferiores, se unen como en un gheto con otros de su misma condición no dejando que los demás de los mortales accedan a ese círculo de confianza, suelen ser amables y condescendientes con su prójimo pero no le pidas cercanía o empatía pues no te la trasladarán.



No deseo con este artículo crear ningún tipo de polémica pues poseo grandes amigos escritores que no quiero que puedan verse dolidos e identificados con mis palabras (algunos o algunas me han ayudado cuando los he necesitado y por ello merecen todo mi respeto y consideración más absoluta), pero si es así viene como anillo al dedo la expresión castiza de "el que se pica ajos come".



Por último, mis queridos lectores, deseo rogaros que si algún día me veo infectado por ese virus del demonio al publicar una novela o varias de ellas, hacedme el tremendo favor de contármelo sin dilación y sin ningún tipo de reparo o miedo, sabré recompensaros por vuestra sinceridad pues opino, ahora que soy un proyecto de escritor, que la humildad y ayudar con tu experiencia a personas que pudieran precisarla, es de los mayores regalos que un ser humano puede ofrecer a otro. 


domingo, 1 de septiembre de 2013

La vida de otro (relato corto)


Me hallaba en la cama, no podía dormir. Una sucesión de imágenes sin sentido se sucedían en mi cabeza y no dejaban que el reparador descanso que necesitaba se hiciera realidad.

Me levanté sin mucho esfuerzo (eso a veces me funciona contra el pertinaz insomnio), y aun estando acostumbrado a la oscuridad, no lograba reconocer mi habitación. Donde se suponía que debía estar la puerta de acceso al cuarto de baño del dormitorio principal existía únicamente el tacto inconfundible de una pared fría. No quise encender la luz para no despertar a mi querida esposa y me acosté de nuevo con una sensación extraña. Con gran fortuna para mí, concilié el sueño enseguida.

Una pesadilla con enormes monstruos deformes que deseaban mi muerte, mientras lo destruían todo a su paso y yo intentaba sin mucho éxito escapar de ellos, consiguió despertarme con el corazón latiéndome a mil por hora. Debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada y mi despertador sonaría sin compasión en unos pocos minutos, ya que mi trabajo de Broker al que detestaba pero me ofrecía la posibilidad de tener lo que tenía, requería mis servicios. Casi por instinto acudí al regazo de mi mujer pero la cama incomprensiblemente se encontraba vacía. De un respingo me incorporé cual resorte mecánico y acudí a pulsar el interruptor de la electricidad de mi mesita de noche, pudiendo hallarlo a duras penas. Al iluminarse la estancia no pude creer lo que se me presentó ante mis ojos; una estancia muy distinta a la que hasta entonces había sido mi lugar de descanso: la habitación era muy pequeña, de apenas unos cuatro metros cuadrados, estrecha y rectangular, con muebles baratos sin demasiado gusto y el cuadro de un lugar que me resultaba muy familiar a lo alto del cabecero de una cama que no era la mía.

Recorrí el humilde y destartalado piso con la intención de descubrir alguna minúscula pista del por qué me hallaba en ese infecto lugar, pero no supe conseguir una respuesta convincente. ¿Qué fue de mi apartamento en la Quinta Avenida y de mi amada Any?; ¿me estaré volviendo loco?; ¿es todo un sueño?. No se cómo pero acabé en el suelo vomitando lo que debió ser mi cena de anoche; todo muy asqueroso.

Decidí que quizás me vendría bien una ducha fría, e hice de tripas corazón en ese cuarto de baño que había sido pasto de los cerdos, o poco le quedaba. Acudí al armario del dormitorio y sólo pude divisar varios pantalones vaqueros desgastados y sucios, y algunas camisas a cuadros bastante impersonales. Salí a la calle, pues estaba desorientado con esa bocanada de una supuesta realidad desconocida para mí. Las calles, en apariencia similares a como las recordaba, parecían distintas, como si hubiese pasado el tiempo y nadie me hubiera avisado. Casi de manera mecánica mis pasos me dirigieron al lugar donde trabajo en la torre norte del World Trade Center, y una sensación de agobio comenzó a apoderarse de mis sentidos a medida que me iba acercando, pues toda la manzana había cambiado radicalmente, las torres, que antaño habían sido el santo y seña de esta ciudad de negocios, ya no podían mostrarse orgullosas al mundo enseñando sus virtudes; simplemente habían desaparecido del mapa: ¿qué fue de ellas?; ¿y qué había sido de mi ocupación laboral?.

Hundido en mi propia miseria, caminé sin rumbo durante horas que resultaron eternas; no podía comprender lo que había sucedido en mi ciudad y en mi mente para olvidarme de todo; quizás el recuerdo fuese tan traumático que quisiera no recordarlo jamás y, en ese preciso momento, la imagen del cuadro que me resultaba tan familiar volvió a mí: un bombero rodeado de escombros, humo y desesperación, llevando en brazos el cuerpo desvalido de un hombre. 

viernes, 9 de agosto de 2013

La cara (capítulo 3). El encuentro

A David le costó mucho decidirse a llamar a Sara. Por un lado, se encontraba ansioso e incluso excitado de volver a escuchar la voz de la dulce muchacha; por otro, nervioso por cómo iba a reaccionar y por si era buena idea el contarle lo sucedido. Se armó de valor y descolgó su teléfono, marcando con dificultad los números de su compañera.

-- ¿Dígame? -- Dijo Sara con curiosidad por conocer quién era su interlocutor.

-- Hola, Buenas tardes, Sara. No sé si sabes quién soy, David Templar -- pronunció el Jefe de Marketing con evidente apuro y desconfianza en su tono de voz.

Sara se sorprendió al recibir la llamada de David después de lo ocurrido la noche anterior. No le cuadraba ese presunto interés en ella tras su desplante. Igual las habladurías se equivocaban y David no era lo que ella había pensado que sería; quizás fue muy injusta con él. De hecho, se encontró tan a gusto en su compañía que podría decirse que deseaba haber errado en su percepción.

-- Ahh, Hola David, qué sorpresa, ¿qué se te ofrece?.

-- Sara, a ver cómo te lo explico. Necesito verte. Me ha ocurrido una cosa muy extraña esta mañana y quería saber tu opinión.

-- ¿Extraña?, ¿cómo de extraña?. Supongo que ahora me vendría bien un café y me lo cuentas; no puedes dejarme con la intriga. ¿Conoces la cafetería Wilson en la calle Churchill?. Es una cafetería que me encanta -- expresó Sara con esa naturalidad tan característica de su personalidad.

-- Sí, la conozco; perfecto, ¿a las cinco y media es buena hora?.

-- Genial y, por cierto, me ha gustado mucho que me llamaras. Hasta dentro de un ratito.

Una vez pronunciadas esas palabras, Sara se arrepintió inicialmente de la sinceridad demostrada pero, al fin y al cabo, era la verdad y la chica podría pecar de prejuzgar a las personas o de mostrar una coraza a los hombres para evitar sufrir el rechazo, pero la franqueza no estaba dentro de sus defectos, aunque no lo manifestara la noche anterior.

A la hora señalada David se encontraba esperando en la puerta de madera color rojo de la entrada de la cafetería, y al llegar Sara pasadas las cinco y cuarenta se preocupó sobremanera al ver su expresión; era una mezcla entre pavor y seriedad que no vaticinaba nada bueno. Se saludaron de modo cortés a la manera inglesa y se sentaron al fondo, en la única mesa que se encontraba libre del local. David le ofreció a Sara la silla para sentarse, como todo un caballero. Una vez ambos se acomodaron en sus respectivos asientos, David comenzó a hablar.

domingo, 28 de julio de 2013

Encerrado. Un homenaje a Emile Griffith, el boxeador cinco veces campeón en los años 60

Emile Griffith se hallaba postrado en la cama de una inhóspita y deprimente habitación de un hospital cualquiera. El antaño cinco veces campeón del mundo de boxeo de los pesos welter y medio en los años sesenta, famoso por matar, mientras luchaba en el cuadrilátero, a su compañero de profesión Bennie Paret, y también, a su pesar, por su condición homosexual en ese mundo de machos, se encontraba ante el mayor combate de su existencia, su cercana e inminente muerte. Todos decían que la demencia que padecía le había hecho olvidar quién había sido pero eso no era del todo cierto.

Las ideas se confunden en mi cabeza. Recuerdos sesgados de un tiempo mejor, opulencia y desenfreno. No logro discernir a que me dedicaba pero un olor fuerte a sudor intenso mezclado con lejía a granel y un dolor indescriptible en todo mi cuerpo me hacían sentirme vivo, único, el mejor.

En mi mente retumban sin control ecos ensordecedores de un público entregado gritando mi nombre y yo, en justa correspondencia, me veo a mí mismo haciendo el ademán del saludo como si de una estrella se tratara. Pero no, no me siento una celebridad quizás por un sentimiento de culpa extraño que me corroe las entrañas y me quita poco a poco las escasas fuerzas que aún conservo. La razón y el motivo, no las se.

El tormento que ahora sufro no es físico y nada tiene que ver con la culpa sin nombre, sobrepasa con creces todo lo inimaginable: ¿es un crimen ser homosexual?, ¿que le importa al universo el ser lo que soy?, ¿he hecho daño a alguien?, ¿he matado a alguien para que me hagan sentir mierda por ser así?”.

Esas preguntas sin respuesta martilleaban sin cesar esa mañana la enfermiza mente del boxeador. Necesitaba una vez más escapar, sentirse a salvo de esa cárcel invisible construida a base de barrotes de intolerancia y desprecio que lo habían confinado toda su vida. Resulta curioso que la humanidad en su conjunto manifestase, sin que Emile lo hubiese siquiera solicitado, el infinito acto de generosidad que suponía perdonar a este pobre hombre de haber matado a base de golpes en el ring a Bennie y, por el contrario, no hiciera lo mismo con su condición sexual, hasta sus últimos días. Emile murió en soledad y en la más absoluta pobreza el 23 de julio de 2013; esa fue su llave, la única posible, que lo liberó finalmente de su encierro para sentirse libre y en paz consigo mismo. 

miércoles, 10 de julio de 2013

El advenimiento

La angosta negrura se cernía sobre él. El grito desgarrador de un lobo no hizo más que agrandar la inquietud  de su corazón. Todo estaba ya consecuentemente preparado; las velas en forma de estrella, un monje de capa negra que presidía el acto, la muchedumbre susurrante portando también capa aunque de distinto color, y una pila donde debía suceder todo.
El monje con su cutural voz de ultratumbla le habló:

- Acércate aquí a la fuente de la sabiduría máxima Fangarian hijo de Oblivion, ¿vienes aquí libre y voluntariamente?
- Si, lo hago, -- pronunció el chico
- ¿Juras lealtad a la causa y a tu Jefe Supremo aunque en el intento te alcance la muerte?
- Si, Juro
- Desde este preciso instante serás coronado como político del Partido Azul. Podrás expropiar, confiscar, malversar caudales públicos y cometer todo tipo de tropelías si tu Jefe Supremo te lo manda. Anda y sírvete de tu pueblo que espera tu advenimiento.
 

Microrrelato "El Acusado"


El ecléctico y pusilánime acusado se hallaba acorralado y a los pies del cadalso en esa sala de vistas, donde con absoluta certeza iba a resultar condenado. 
El Guardia Civil, como testigo implacable, y un insigne Fiscal que apodaban el “aguja” por su extrema delgadez, e hiriente en la manera de manejarse con la toga puesta, tutela de los perjudicados y brazo ejecutor de los que osaran infringir la Ley, le llevaban al convencimiento de su trágico final. 
Una sensación nauseabunda por su desamparo se apoderó irremediablemente de él; de su frente comenzaron a brotar gotas ingentes de sudor frío sin control; deseaba que todo fuese un sueño y que ese episodio no fuera real. No tuvo tanta suerte. 
Su imberbe y tartamudo abogado defensor de oficio y el rostro impasible del Juez sentenciador acabaron de desmoronar su vana esperanza. 
“Póngase en pie y acérquese al micrófono, ¿cómo se declara?

viernes, 31 de mayo de 2013

Atando cabos (primera parte) revisada


John Brown, empresario retirado, se encontraba ante la noticia que sin lugar a dudas podía truncar para siempre su existencia en la consulta del prestigioso médico Oncológico Mr. Julius Lloyds, a partes iguales frío y seco en cuanto a su carácter y forma de ser como un extraordinario Doctor; se decía por los corrillos de la Clínica que si la enfermedad tenía cura él era tu hombre. 

El empresario, aparentando sosiego pero con cierto grado de incertidumbre, le preguntó no sin tartamudear al principio 

— ¿Es grave Doctor?, ¿tiene cura?—, ante lo cual el Doctor con ese flequillo canoso que le daba un aire de aristócrata transnochado le espetó con la seriedad que le caracterizaba 

— John, debo decirle desgraciadamente que lo que Usted padece no tiene solución, aunque quisiéramos no podríamos extirparle el tumor que se encuentra alojado en su cerebro, es muy grande. A partir de este momento, según mi modesta opinión y no quiero pecar de insensible, debe arreglar sus papeles con premura, debe atar cabos sueltos antes de que…—. El buen Doctor se quedó mudo, en silencio, como si no quisiera pronunciar la palabra fatídica, palabra que nunca llegó a salir de su boca pues el empresario  le interrumpió con otra pregunta propia de un hombre impaciente como John era

— ¿Cuánto tiempo me queda de vida?—, y el Oncólogo agachando su cabeza y sin poder mirarlo a los ojos le contestó casi sin dudar, como si tuviera aprendida de muchos años la respuesta

— Dos meses, a lo sumo tres.

A John le hacía mucha gracia aquel chascarrillo del siempre genial Woody Allen que sugería las dos palabras más bonitas de escuchar "es benigno”. Fue en ese momento cuando sin pretenderlo no pudo evitar pensar en ello y sonreír levemente, probablemente por última vez por la ironía macabra del destino que suponía esta situación.

El empresario, después de pasársele millones de cosas por su cabeza en cuestión de segundos, se levantó y le agradeció afectuosamente al Doctor sus servicios marchándose como alma que lleva el viento de la consulta. Todo ello lo hizo por instinto, mecánicamente, no podía discernir claramente en otra cosa que no fuera la muerte, en el fin más sombrío, y en ese fuerte dolor de cabeza que no le abandonaba desde hacía varios años. No supo poner en pié cómo salió de aquél lugar ni cómo anduvo varios pasos más allá antes de desmoronarse como un castillo de naipes en el primer banco del parque que halló; lloró desconsoladamente y sin parar durante minutos que le parecieron eternos, y esas lágrimas de angustia y desesperación se tornaron casi sin pretenderlo en una profunda paz, una paz absoluta consigo mismo. 

      Ahora, lo más importante para él una vez asumido ese golpe duro de digerir era seguir el consejo de su médico, debía arreglar las cosas, atar cabos.

Con una vitalidad inusitada para un hombre de 61 años, recorrió las calles a grandes zancadas con dirección a su casa, un palacete de 300 metros cuadrados de piedra y recuerdos, donde debía pensar qué hacer para que todo quedara en orden. 

Lo primero que hizo nada más abrir el amplio portalón de entrada fue dirigirse curiosamente hacia su lugar favorito de la casa, como no su biblioteca, habitación donde pasaba las horas muertas leyendo, escribiendo notas en el mayor de los casos sin sentido, o simplemente garabateando sin un motivo claro; en definitiva pasando el tiempo libre que el trabajo y sus quehaceres le permitían; John ya no trabajaba, sencillamente no le hacía falta, vivía de las rentas que le generaba la venta tiempo atrás de su exitosa empresa textil. 

Tomó el papel y la pluma de las grandes ocasiones y  cuidadosamente comenzó a trazar unas líneas con su caligrafía perfecta:

"Cosas ineludibles antes de morir:
Primero.- El testamento". 

En este punto frenó sus ansias desaforadas por seguir escribiendo. La verdad sea dicha era que este tema, afortunadamente, había ya quedado finiquitado hacía varios años; tomó la decisión  tiempo atrás en la Notaría más cercana a su residencia, para no quebrarse mucho la cabeza, de dejarle todos sus bienes, ya que no tenía esposa ni hijos, a partes iguales a sus hermanos Rufo, Gandolfo y Suzanne, a excepción del Bentley, joya automovilística donde las haya, que le había prometido, sabiendo lo que hacía, a su sobrino favorito, hijo menor de Gandolfo llamado Charles; Charly, que era como cariñosamente lo llamaba, era un chico entradito en carnes, tímido y enormemente inteligente. No se parecía físicamente a él pero eso no era óbice para recordarle que probablemente muchos de los agravios sufridos por ese chico por su obesidad los padeció John aunque por otros motivos. Eso y, que demonios, le caía de puta madre.

Puso una señal de realizado y siguió escribiendo:

"Segundo.-  Hablar con la familia del suceso". 

Posiblemente eso fuese lo más difícil para el empresario, pues siempre había sido una persona reservada; pensaba que si no hablaba de sus problemas y se dedicaba a resolverlos, su familia no sufriría en exceso y también le serviría para no remover algo que le iba a hacer daño, algo que sencillamente odiaba; le repugnaba comentar lo que podía preocuparle ya que demasiado tenía con que tal o cual problema se quedara en su cabeza para luego encima tener el esfuerzo ímprobo de tenerlo que explicar. En esta ocasión la diferencia estribaba en que si hablaba de ello los demás podrían sentir lástima por él, sentimiento que por nada del mundo deseaba que le ocurriera, por lo que, y después de haberlo sopesado durante varias horas, decidió que lo mejor sería no contar la noticia y que cuando ya fuera evidente al tener que ingresar al hospital para pasar sus últimos días ya no sería necesario ningún tipo de explicación. Sí, con enorme decisión escribió en su papel.

"Segundo.- Hablar con la familia del suceso: No lo haré, no quiero hacer sentir lástima a nadie.".

Un vez hubo plasmado eso y con un peso de encima menos, con trazo firme siguió con su tarea 

"Tercero.-"

Dios, pensó, “¿no tengo un tercer punto?, ¿ha sido tan triste mi existencia que ni siquiera he dejado cabos sueltos?”. 

Entonces, sin conocer la razón, le vinieron a la mente, como cuchillos afilados, ciertos recuerdos difíciles de explicar, sucedieron hacía muchos años cuando su adolescencia llegaba a su fin; John era ya un adulto pero sus actos no decían lo mismo, había enamorado a mujeres y luego las había dejado sin compasión, las recordaba muy bien; Julia, su primer amor, y Constanza; qué mal se portó con ellas, las dejó sin más y ni siquiera tuvo la deferencia de disculparse por su actitud ni les dijo la razón cierta por la cual las dejaba.

Desde ese preciso instante, reflexionó John, ya tendría ese tercer punto, dedicaría lo poco que le quedara de vida al objeto de encontrar a esas mujeres y pondría todo su empeño y dedicación para pedirles, de rodillas si hiciera falta, humildemente disculpas, no cejando en el intento hasta que ellas le perdonaran; sería un feliz broche a su triste final. 

Escribió en su papel 

"Tercero.- Disculparme con Julia y Constanza, personas a las que hice tanto daño."

domingo, 12 de mayo de 2013

La cara (capitulo dos). La revelación.


Aquella noche David no durmió tan plácidamente como en él era habitual. Numerosas pesadillas de catástrofes y lugares sombríos martilleaban, incesantemente y sin compasión, su cabeza. En todas ellas intentaba escapar, evadirse de un peligro inminente. La sensación de agobio no le abandonaba en ningún momento, quizás presagiando lo que finalmente iba a sucederle. 

Debían de ser las ocho de la mañana. Los rayos de sol, sin ninguna compasión para el durmiente, se escurrían tímidamente por las rendijas de la persiana de su dormitorio, inundando toda la estancia y, pensó David, que ya era hora de levantarse y aprovechar  al máximo posible ese sábado. Abrió un ojo, luego el otro. Le costó enfocar unos segundos su mundo hasta que se presentó ante sí, con una nitidez inigualable, lo que en apariencia era un rostro fantasmagórico de una mujer joven y hermosa mirándolo fijamente a escasos treinta centímetros. La expresión de su cara era de sufrimiento y dolor; sus ojos eran grandes y redondos inyectados en sangre, su nariz puntiaguda con labios estrechos y morados, dejando sobresalir unos incisivos amenazantes; su cabellera de un color oscuro indeterminado suelta al viento y su piel tan blanca que parecía como fabricada de porcelana. Lo más inquietante de todo ese sin sentido pudiera ser que se manifestó sin un cuerpo, físico o etéreo, que lo sustentara.

David intentó moverse, gritar, pero de sus cuerdas vocales no surgió, por más que hizo el intento, el más mínimo sonido ni sus músculos respondieron a la llamada de socorro de su cerebro. Un terror incomparable recorrió sin esfuerzo cada parte de su tembloroso organismo en una sinfonía macabra de desesperación. No pudo hacer otra cosa que cerrar los párpados y pensar sin mucha fe que se fuera de una vez. Al volver a abrirlos, y como por arte de magia, allí frente a él ya no había nadie.

Se levantó de la cama con pesadumbre. Se dirigió al baño y se lavó la cara con tal violencia como para engañarse a sí mismo de que de ese modo podía borrar de su memoria todo lo acontecido minutos antes. Ni que decir tiene que no pudo conseguirlo. Alzó la vista para mirarse al espejo, pudiendo comprobar que su expresión de pavor aún no se había ausentado, aparte de unas ojeras visibles a leguas. 

Preparó el desayuno con la rapidez y experiencia del que lo hace todos los días. Café caliente y unas tostadas con mantequilla eran su dieta habitual a esas horas. Se sentó a la mesa del comedor con todo listo y dispuesto pero no pudo probar bocado: aquella cara terrorífica se había incrustado en su mente como a fuego y, cada objeto de la casa, cada lugar donde fijaba la vista, sin quererlo, le recordaba a ella.

En las tareas señaladas por David con una cruz roja para ese sábado nefasto se encontraban las de hacer la colada, limpiar el polvo del salón y arreglar la lamparita de su mesita de noche, que se afanaba por no funcionar un día sí y otro también, sin olvidar de hacer la compra semanal para que la despensa y el frigorífico quedaran llenos. David, que no deseaba pensar en nada, se dispuso a comenzarlas una a una, pero por más que se afanaba en cumplirlas no llegaba a terminar ninguna de ellas. En su intelecto se apilaban desordenadas innumerables preguntas sin respuesta: ¿quién era esa mujer?, ¿la conocía?, ¿había alguna razón para que se le apareciese?, ¿la conseguiría ver de nuevo?, ¿necesitaría su ayuda o simplemente deseaba hacerle daño?, ¿sería capaz de decirle algo si la volviera a ver?.

El Jefe de Marketing se vistió con lo primero que encontró en su armario, no estaba para perder demasiado el tiempo, y salió a la calle con la firme intención de averiguar si en su piso, con anterioridad a que él llegara, había vivido una chica joven como la de su visión. En esos momentos le pareció que era lo más sensato. Lo primero que se le ocurrió fue  interrogar, sin que se notara mucho su inquietud, al portero del edificio. Alfred, como se llamaba, era un tipo de mediana edad, pelo canoso, ojos pequeños y chisposos y expresión siempre servicial, aunque en la práctica eso no fuera del todo cierto. Se hallaba como todas las mañanas en su casetilla de la entrada, a modo de garita, ojeando una revista.

— Alfred, buenos días, perdone que le moleste. Hoy me he levantado con una curiosidad y usted probablemente pueda ayudarme.
— Dígame Señor Templar, ¿qué se le ofrece? — pronunció el portero con la sequedad que le caracterizaba y con ausencia absoluta de interés.
—  Me preguntaba si había conocido a los inquilinos que vivieron con anterioridad en mi piso. He encontrado escondido un objeto que probablemente sea de ellos y quisiera devolverlo.
— ¿Un objeto?, ¿de qué se trata?, ¿tiene algún valor?.
— Alfred, eso no es significativo ahora; lo importante para mí es saber qué personas moraron en mi vivienda y, si es posible, el lugar donde viven en la actualidad — expresó David con la seriedad que sólo un ejecutivo podría aplicarle a la frase.
— Señor, llevo en mi puesto escasos cinco años y cuando me contrataron creo recordar que su piso se encontraba vacío y sin inquilinos hasta que llegó usted. No creo que pueda ayudarlo, y ya que lo siento mucho. Que tenga usted un buen día — dijo el portero y, sin inmutarse lo más mínimo, bajó la mirada nuevamente para seguir leyendo esa revista a la que tanto tiempo dedicaba.

Se encontraba en punto muerto, en una vía sin salida. Necesitaba contárselo a alguien para tener una segunda opinión; una persona inteligente, lógica y coherente que trazara, con la objetividad que requería el asunto, el camino a seguir. A David no se le ocurría nadie que pudiera ayudarle en su difícil y angustiosa situación. Bueno, eso no era del todo cierto; sí la conocía y tenía nombre y apellidos, Sara Pebble, pero la cuestión ahora era decidir si sería una buena idea contarle todo lo ocurrido después del rotundo fracaso sufrido la noche anterior.

domingo, 21 de abril de 2013

La cara (capítulo uno)


LA CARA
Capítulo uno: la cena.

Aquel día de primavera amaneció como cualquier otro en Plymouth. Los coches transitaban por sus calles mojadas por la lluvia, las gentes se afanaban por llegar a tiempo a sus distintos quehaceres, algunos más interesantes que otros y, en fin, la ciudad no muy distinta a otra emergía resplandeciente como un monstruo a medio despertar. En la oficina de la empresa tecnológica “Sampler”, sus empleados seguían al pié de la letra con su rutina diaria, la que conocían desde hacía años; redacción de informes, reuniones con los directivos, llamadas incesantes de teléfono; todo muy normal el último día laboral de la semana, pero eso estaba a punto de cambiar. David Templar, Jefe de Marketing, un tipo atractivo, aunque mucho menos de lo que él pensaba, y un seductor empedernido en horas bajas, estaba a punto de invitar a cenar a Sara Pebble, adscrita al personal del departamento de contabilidad, una chica en apariencia dulce.
— Hola Sara, me preguntaba si hacías algo esta noche — pronunció David con gran interés.
— David, hola, estaba tan ensimismada en mis cosas que no había reparado que estabas aquí, ¿qué me habías preguntado?. Ah, sí, me preguntabas si hacía algo esta noche y la verdad es que mi plan, si puede llamársele así, perfectamente podría consistir en una cena rica en verduras amenizada con ración triple de pelis de acción, ¿por qué? —dejando al descubierto en sus palabras sin ningún reparo una actitud coqueta.
— Pensaba que sería una buena idea que fuéramos a cenar; conozco un sitio donde sirven las mejores pizzas de la ciudad, ¿te gusta la comida italiana?.
— Hombre, creo que algo más que una ensaladita de lechuga — sonrió mientras articulaba esa frase con cierto aire sarcástico.
— Entonces decidido, te recojo en tu casa a las ocho, ¿te parece bien?.
— De acuerdo, pero si es algo más tarde, como a las ocho y media, mucho mejor.

Sampler, más que una empresa, parecía un caleidoscopio de personalidades a cuales más distintas y complejas, y las relaciones de los compañeros fuera de la oficina suponían una “rara avis” difícil de ver.

David se había fijado desde hacía algún tiempo en Sara; no podía concretar la fecha exacta en que empezó a gustarle; quizás fuese por cruzarse con ella todos los días a la hora del café de las 10 y acostumbrarse a sus facciones que, aunque siendo objetivo no eran del todo hermosas, sí podrían denominarse de atrayentes. Sus ojos marrones y redondos, sus curvas sinuosas de enormes pechos y su expresión en ocasiones triste incitaban a cuidarla y David, como buen amante, acabó por sucumbir a sus encantos ocultos, o simplemente no tenía otra hembra más a la mano ni más sencilla de conseguir. En cambio, con Sara, todo resultaba bien distinto; ella pensaba que David era un narcisista y un ególatra; el típico hombre que usaba a las mujeres como un clínex; se servía de ellas y cuando no eran de su agrado las desechaba como ropa vieja. Debía reconocer, no obstante, que resultaba atractivo e interesante para una noche loca. Ese pensamiento, que se escurrió fugazmente por su mente en un momento de descuido intelectual, no sería suficiente como para cambiar el magno designio que el sacrificio de salir con él le podía reportar; le ofrecería, casi sin buscarlo, la posibilidad brillante de vengarse de todos los hombres insensibles, superficiales e inmaduros que pululaban por el planeta tierra; sobre todo de aquellos que una vez le hicieron daño en el juego del amor.

Aquella noche había sido perfecta, al menos para uno de ellos. Comieron bien, bebieron, charlaron de lo divino y de lo humano, se rieron. En honor a la verdad, el Jefe de Marketing se lo estaba pasando genial en compañía de esa mujer; daba gusto estar a su lado. Se impresionó al comprobar que habían encajado como piezas de puzzle a la primera cita. El polvo, pensó David, estaba asegurado.
— Oye, ¿sabías que me estoy divirtiendo mucho contigo?. Mi casa está a escasas dos manzanas de aquí, ¿te apetece acompañarme y seguimos la fiesta?. Tengo una botella de Champang de cincuenta dólares reservada para un momento especial.
— Uy, va a ser que no. Mañana tengo que madrugar; me espera ayudar en la nada deseable mudanza de una amiga. Aparte, mis pies me están matando y en estas circunstancias lo que más ansío es un baño bien caliente y música de jazz. Gracias de todos modos, yo también me lo he pasado muy bien. En otra ocasión, ¿de acuerdo?, ¿no te enfadas verdad?. 

Sara quedó sorprendida de que salieran con tanta naturalidad de sus labios esas palabras tan atinadas y contenidas al mismo tiempo, pues lo que su cuerpo le dictaba en ese preciso momento era gritarle bien fuerte a ese bastardo: “jódete, cabrón de mierda, hoy vas a tener que satisfacerte tú solito; las mujeres somos algo más que juguetes eróticos con las que gozar”. En el fondo estaba pletórica, ya que había conseguido lo que inicialmente se había propuesto para esa noche: primero ponerlo como una moto para luego rechazarlo sin más; pues como se había desarrollado la noche, y con lo bien que habían encajado, no las tenía todas consigo de que lo lograra.
— No, ¿enfadado yo?, para nada. No te preocupes, otra vez será —contestó con aire condescendiente, aunque con cierta y no disimulada pesadumbre en su rostro enrojecido por la vergüenza del rechazo.

El camino de vuelta para David resultó eterno. En esas escasas dos manzanas de distancia tuvo tiempo para analizar con detenimiento cuáles eran las causas de su fracaso. Repetía una y otra vez las frases pronunciadas aquella noche y no notaba nada especialmente vulgar o descortés por su parte para la reacción de la chica. ¿Sería la chaqueta que había elegido?, ¿su peinado engominado quizás?. De lo que estaba bien seguro era de que dormiría solo otro viernes, y ya eran muchos sin mojar ni llevarse una alegría para el cuerpo.

Llegó a su apartamento de soltero más cansado psicológicamente que otra cosa. Se desnudó deprisa, dejando la ropa con desprecio como si ella tuviera la culpa, en la silla junto a su cama y se acostó sin ganas de nada, con la esperanza de olvidar más pronto que tarde aquella aciaga noche con una compañera de trabajo a la que tendría que seguir viendo aunque no quisiera. Media hora más tarde y tras varias vueltas en su lecho quedó profundamente dormido. 

El diario de Monroe Crashed (tercera parte)



1 de noviembre de 2012

Estas semanas he estado desconectado de todo, incluso de mí mismo. No he tenido ganas de hacer nada, ni tan siquiera de coger un boli para escribir éste mi diario. Jimie me ha llamado hasta tres veces al día; pobre infeliz, pensará que ha perdido un nuevo paciente. No sería exagerado decir que probablemente me haya llevado varios días sin comer; hasta ese punto me afectaba mi pereza. Pero ayer, sí ayer, me ocurrió algo maravilloso que hizo cambiar esta dinámica preocupante de mi existencia.

El día comenzó extraño, pues me desperté muy temprano, aún no había amanecido. Me levanté de la cama con una energía inusitada. A decir verdad me sorprendió, ya que no había tomado bocado el día anterior. Me dirigí al frigorífico y al no haber nada apetecible en él lo cerré de un portazo y me preparé de manera automática, como si de un robot se tratara, unos sandwiches de crema de cacahuetes que todavía no había caducado en el desvencijado mueble de la despensa. No estaban especialmente buenos, a decir verdad, quizás fuese el pan utilizado que estaba algo pasado, pero resultó suficiente para saciar el hambre que arrastraba.

Con enorme decisión cogí las llaves de mi furgoneta cochambrosa, una Ford Transit de los años noventa que, aunque algo ruidosa y antigua, su motor seguía sorpresivamente funcionando como el primer día. Decididamente, los coches americanos le dan mil vueltas a cualquier japonés o europeo, eso es así, y que alguien ose discutirme este hecho incontestable. No tenía pensado hacer algo en concreto, simplemente salir a despejarme, necesitaba sentirme vivo nuevamente. Sin darme cuenta, y tras cientos de kilómetros recorridos sin que mi Ford se quejara sobremanera, ya eran las nueve de la mañana y me encontraba perdido en un pequeño pueblo llamado Hope, tal y como rezaba en un enorme cartel dando la bienvenida. Aparqué justo en la entrada en el primer hueco que encontré; la espalda me estaba matando y pensé que andar un poco no me vendría mal. Recorrí a pié la calle principal de Hope; era un puto pueblo como otro cualquiera: había mercerías, joyerías, bancos de los que, si te descuidas, te embargan la casa si debes alguna cuota de hipoteca, y bares mugrientos de los que no se asombran si pides un whisky a media mañana. Entré en el primero que ví; estaba completamente vacío. El camarero detrás de la barra era un hombre de mediana edad, canoso, mal encarado y con una barriga cervecera descomunal; si fuese mujer perfectamente estaría a punto de parir. Me miró como se mira a un extraterrestre que visita la tierra por primera vez, y me preguntó si era nuevo en el pueblo y si me había perdido. Con una falta absoluta de educación, desconociendo que su única labor en este mundo era la de servir fielmente a sus clientes, me recordó que él no estaba para indicarme el camino que lleva a la autopista principal, pero que si quería beber lo que fuese sería bien recibido, previo pago correspondiente.

Esa mañana no entraba, siendo sincero, entre mis prioridades la de matar, pero ese tipo merecía morir como lo hacen los cerdos, degollado y destripado. Con enorme frialdad le pedí el brebaje más fuerte que tuviera, y cuando se dio la vuelta para satisfacer lo que le había solicitado me quité la camisa para que no se me manchara de sangre y salté por encima de la barra; lo cogí por la espalda y con mi navaja de las mejores ocasiones, que siempre guardo en el bolsillo derecho del pantalón, le seccioné la garganta con un certero movimiento de muñeca. Mientras se desangraba ni siquiera gritó ni se resistió; no luchó ante su funesto final, porque sabía que no tendría nada que hacer conmigo. Se resignó, pues era lo que debía hacer; yo creo que tenía conciencia de que estaba haciendo historia, con la salvedad de que no podría disfrutar de esa fama al haber estirado la pata; es la descripción certera de un daño colateral. Lo dejé en el suelo boca arriba en su último estertor y, sin pensarlo dos veces, le pinché en su oronda barriga hasta llegar a su corazón. Me dio un gusto indescriptible, casi mágico, observar cómo sus tripas emergían bruscamente como butifarras enlatadas. Como trofeo de mi hazaña le saqué la lengua de su sucia boca de barman cateto y se la cercené; era larga la jodía. Antes de marcharme no me olvidé de ponerme nuevamente la camisa y de pagar la bebida pedida, como me enseñaba mi madre de chico. Ella me solía decir: “cuando vayas a un sitio debes pagar lo que pidas; son trabajadores que merecen respeto, aunque ellos no te respeten a ti”; que lo cortés no quita lo valiente; la humanidad en su conjunto debería darme las gracias por eliminar de un plumazo a ese gañán deslenguado, nunca mejor dicho .

Salí del bar con la conciencia limpia y con la satisfacción del trabajo bien hecho. Nadie me vio entrar ni salir de aquel horrendo lugar. Ese golpe de adrenalina que sentía me concedió fuerzas suficientes como para montarme de nuevo en mi furgoneta y volver a mi hogar, parando previamente en la tienda de comestibles a escasos kilómetros de mi casa. Compré pan de sandwiches, fruta fresca, chacina variada, medio kilo de queso y una botella de dos litros de Coca-Cola. La butifarra enlatada no se me ocurrió cogerla; masoquista, al menos que yo sepa, no soy. La mañana había salido redonda y tenía que celebrarlo a lo grande. 



lunes, 25 de marzo de 2013

El secreto, relato corto


Resulta curioso e incluso sorprendente que, lo que en apariencia pudiera parecer una nimiedad para muchos, llegue a cambiar la vida y su existencia para otros. Ésta es la historia de Allan Hall, un muchacho que fue reducido a pedazos desde un punto de vista emocional por mantener a salvo un secreto, su secreto.

Todo comenzó cuando nuestro protagonista recién hubo cumplido los doce años. De una familia acomodada y con un padre dictatorial, Allan, huérfano de madre, sin hermanos y con una timidez que rayaba lo patológico, no hacía otra cosa que leer libros de aventuras. Al chico no le dejaban hacer otra cosa que no fuera lo correcto, entendido el término en el sentido de lo que su progenitor pudiera considerar correcto que, como podéis imaginar no era mucho más que estudiar en la Escuela privada y selecta de Blumintel y agachar la cabeza mientras el General, término cariñoso acuñado en sus pensamientos por el chico con el que su padre se identificaba a las mil maravillas, le hablaba; esos libros le ofrecían, sin pretenderlo, el oxígeno para respirar, su razón de ser y existir; tan pronto llegaba a casa tras la sesión de tortura que le suponían las clases, y una vez había acabado los deberes que le imponían los severos profesores maléficos de Blumintel, corría como si le fuera la vida en ello a sentarse con cierto mimo en el lujoso “sillón siglo XV” de la biblioteca de su casa y se sumergía un día sí y otro también en las peripecias de personajes heroicos a la orilla del Nilo o en parajes salvajes del África negra, siempre y cuando, claro está, el “General” se encontrara en horario laboral y alejado de su hogar. Después de múltiples y alocadas cabriolas argumentales al final siempre salvaban sus vidas y la de sus guapas y esculturales acompañantes; Allan, resignado a su suerte, sabía que nunca sería capaz de viajar, de conocer mundo y de tener experiencias emocionantes sin desprenderse del yugo asfixiante de su ascendiente, y esos libros con adornos dorados y papel mohoso a los que quería como parte de su propio ser serían, sin lugar a la duda, su válvula de escape ante esa vida insulsa e irritante que le había tocado en suerte vivir.

Cierto día lluvioso de sábado de primavera Allan se sentía inquieto y excitado sin razón aparente, y se levantó temprano mientras todos permanecían dormidos, acudiendo al lugar en el que más a gusto se encontraba, la biblioteca. Ya había terminado de leer su último libro y se disponía a elegir otro tomo con el que pasar sus horas muertas cuando le llamó la atención, no supo bien la causa, un ejemplar viejísimo y desvencijado que se hallaba en lo más alto de la estantería. Utilizando una silla para alzarse logró finalmente hacerse con él, aunque casi se desloma de bruces en el suelo en el intento. La encuadernación se encontraba en mal estado pero tenía algo que le atraía; su autor William Fastbroken no le sonaba de nada ni tampoco su título, “Guarda el secreto”; no sabía el cómo ni el por qué, pero lo cierto era que ese vulgar libro era especial; no tardaría mucho en descubrirlo.

Lo abrió por su primera página y lo que pudo atinar a leer lo dejó patidifuso. Miró a un lado y a otro como si lo estuvieran observando los del programa de televisión inocente inocente. No era para menos, sus primeras líneas decían:

Éste es un libro de deseos; si sabes elegir bien éste se cumplirá. Pero debes tener cuidado con lo que deseas, querido lector, sé inteligente y dime, ¿qué es eso que deseas?. Ahh, que no me crees, ¿verdad?. Pues ármate del valor y templanza de los héroes de tus libros favoritos e inténtalo; no tienes nada que perder y mucho que ganar. Sólo existe un inconveniente: no debes decírselo a nadie; has de guardar el secreto para ti por siempre jamás. Si no sigues mi advertencia la furia de mil terremotos y cientos de huracanes descontrolados te alcanzarán sin que puedas hacer nada para evitarlo, salvo rezar a tu Santo Dios. Rezarás, pero nada cambiará sobre tu funesto futuro; tu cuerpo quedará reducido a cenizas, no sin antes haber sufrido torturas que ni en tus mayores pesadillas pudieras concebir.

Dejaré que lo pienses una vez más y, si te muestras decidido y consciente con tus propios actos, te lo volveré a preguntar: ¿qué es lo que deseas fervientemente?”.

Por la cabeza del chaval anidaron innumerables pensamientos, asemejándose a agujas puntiagudas traspasando su piel. Quería cerrar ese infernal libro, dejarlo en el mismo lugar donde se ubicaba y olvidarlo, pero no podía hacerlo; una fuerza que surgía de dentro se lo impedía. Eso y una vocecita burlona que le susurraba socarronamente al oído “hazlo, hazlo, será el fin de tus padecimientos, podrás salir a ver mundo sin que nadie te lo impida, serás libre”.

Quiso no haberlo hecho, pero deseó con todas sus fuerzas, siguiendo los designios de ese libro que acunaba en su regazo que, desde ese momento, su padre le dejara hacer lo que quisiera y que nunca más tuviera una palabra desconsiderada hacia él, ni le pegara, como era su costumbre. 

Lo hizo; se sentía casi tan bien y satisfecho como las estrellas de sus novelas aventureras, aunque ese entusiasmo quedó inmediatamente truncado con las voces quebradas de Henry, el mayordomo jefe de la familia. Allan no daba crédito a lo que estaba sucediendo; de las palabras entrecortadas del mayordomo y sus sollozos emergía la no tan vaga idea de que su padre había fallecido. Subió tan rápido como sus piernas  imberbes le permitieron por las escaleras con dirección al segundo piso, donde se hallaban las habitaciones de su padre, y lo encontró con la expresión torcida de su rostro, sobresaliéndole de la comisura de sus labios un hilillo viscoso de baba blanca que auguraba su triste final.

Allan nunca pudo recuperar la cordura después de lo ocurrido; el golpe fue definitivo para un adolescente de doce años. Sus tías Claren y Desiree tomaron la decisión, en parte para que su sobrino ya no fuera su problema, de que debía ser internado por su propio bien. Sus médicos no pudieron hacer nada por él; se había vuelto literalmente loco. No hablaba con nadie, ni siquiera con sus doctores, y sólo se le escuchaba cuchichear por los pasillos del Centro Psiquiátrico donde lo ingresaron siempre la misma expresión: “guardaré el secreto por siempre jamás”,  en un bucle infinito de desesperación.

Cuidado con lo que deseéis fervientemente, mis queridos lectores, pues si lo hacéis con tanta fuerza podría llegar a cumplirse; pero hacedme un pequeño e insignificante favor, chusssssssssss, silencio, guardadme por lo que más queráis ese secreto.