miércoles, 26 de febrero de 2014

El padre Amaral

El proyecto de este mes de adictos a la escritura propone un singular relato. Consiste, en esencia, en la elección de un autor y un libro, debiéndose escoger la primera frase del mismo y, a partir de entonces, componer nuestra historia, no teniendo que ser un resumen o copia del original sino que, por el contrario, decidir qué hacer con la misma sin más limitaciones que nuestra propia imaginación.

En mi caso he elegido un libro que fue un regalo de mi hermana y que, por esa razón y por muchas otras, me encantó de la primera línea a la última. Sin más preámbulos diré que el escogido es “El crimen del Padre Amaro”, del escritor portugués Eça de Queiróz.


Aquí comienza mi relato, que he denominado “El padre Amaral”:

Fue un domingo de Pascua cuando se supo en Leira que uno de los párrocos, José Migueis, había muerto aquella madrugada de una apoplejía. El párroco era un ser bajito y orondo; sus carnes sobresalían sin esfuerzo de un cuerpo poco agraciado y su carácter déspota, rayando lo desagradable, no hacía más que despertar desprecio en cada lugar en que aquella masa ingente de grasa osaba moverse. No era difícil imaginar su previsible final. 

Nadie echó de menos su pérdida e incluso, según cuentan, se escucharon vítores de júbilo entre sus lugareños ante la feliz pérdida.

La maquinaria de la iglesia comenzó entonces a funcionar para encontrar un sustituto. No se supo cómo, ni qué hilos fueron tocados, pero llegó a Leira un nuevo sacerdote con un pasado poco claro que respondía al nombre de Amaral Navajas. Era joven y con un atractivo que difícilmente podía quedar indiferente ante las miradas lascivas de las mujeres de la localidad. Lo tenía todo para convertirse en una bomba a punto de explotar en aquel paraje insólito donde nunca ocurría nada.

A la llegada del padre todo fueron parabienes. El Alcalde, la aristocracia más rancia y un grupo indeterminado de mojigatas y jóvenes solteras al rumor de la belleza de Amaral se apostaban en la Plaza Mayor, para ofrecer al nuevo miembro de la curia una calurosa bienvenida. Nada más alcanzar Leira se fue ganando, poco a poco, el favor de todos sin importar clase, posición, sexo o color de piel; su extremada educación edulcorada con su vasta cultura y esa manera de hablar sencilla, pausada y profunda, impropia en un joven de su edad, fueron consiguiendo sin mucho esfuerzo que se plegaran a sus consignas; todos lo querían por una u otra causa.

El joven sacerdote era una persona aferrada a unos fuertes principios morales y de creencia hacia un Dios divino, que todo lo puede pero que está ciego e impasible ante los pecados abominables de los hombres; la vida le había enseñado, a base de palos y sufrimiento, que los malos y explotadores siempre acababan con riqueza y poder sin que nadie se animase a menear ni un dedo contra ellos; en cambio, a los buenos y puros, se les señalaba como torpes o idiotas y terminaban sus pobres vidas en la más absoluta indigencia, o muertos a manos de esos mismos mal nacidos. Ante la duda tenía claro que optaría por su propio provecho, aun a costa de contravenir sus votos de fe.

Cierto día, cuando hubo cumplido seis meses de incesante trabajo en la parroquia, se le presentó por sorpresa una joven cuya belleza sobresalía por encima de todas las mujeres que había tenido ocasión de conocer. La chica, de ojos negros, grandes y profundos, y de cabellos oscuros y sedosos que le caían graciosamente por su tierno rostro de porcelana, respondía al nombre de María Magdalena de Medeiros. Era hija de uno de los terratenientes más insignes y poderosos de Leira y le expuso, entre lágrimas y en secreto de confesión, un problema que al menos para ella resultaba insufrible.

— Avemaría purísma —  dijo María compungida, arrodillada en el confesionario.

— Sin pecado concebida. Hija mía, ¿qué te aflige?.

— Padre, he pecado, he pecado mucho por amor y no sé qué hacer.

— Dime, hija mía, estoy aquí para ayudarte y perdonar esos pecados que te acongojan — refirió el padre con esa solemnidad que conseguía ablandar el alma de sus feligreses.

— Padre, me he enamorado de un hombre casado. Quiero dejar de verle, pero mi deseo hacia él y mis ansias de permanecer a su lado me lo impiden. Cuando me habla me siento perdida y sucumbo a sus designios más oscuros. He mentido, sobre todo a mi padre, para estar junto a él. Ya no puedo más; quiero acabar con todo esto pero no sé cómo hacerlo y acudo a usted, padre, para que me ayude y me ofrezca el consejo que necesito.

— Eso es gravísimo, madre de Dios bendita. Has infringido, por si no te habías percatado, el cuarto, sexto y octavo de los mandamientos. Inmediatamente te exijo, si no quieres que la ira de Dios caiga sin remisión sobre tu pecador cuerpo, que dejes de ver a ese hombre, que nunca más hables con él, y si por un casual vuelves a tener deseos pecaminosos, debes venir de inmediato a la casa del Señor y hablar conmigo. Yo sabré qué hacer para que no caigas, irremediablemente, en las garras del demonio. Aparte de ser tu sacerdote aspiro a que me veas como un amigo que va a cuidar de ti. Reza veinte avemarías y otros veinte padrenuestros. Por el poder que me ha sido concedido del mismísimo Dios padre, yo te absuelvo in nomine pater et filii et espíritu santi. Amén.
   
Al marcharse la muchacha, Amaral quedó prendado de su extremada hermosura e inocencia sin igual. No sabía la razón de esa locura adolescente que nublaba sus sentidos, pero ardía en deseos de volver a verla, de mirarla a los ojos; de relamerse al contemplarla, como lo hace un perro ante su ansiado hueso; de poseer aquel cuerpo angelical a toda costa, aun a sabiendas de que no debía hacerlo. Pero eso ya no le importaba; la semilla de la pasión había germinado irremediablemente en su carne y, en ese preciso instante, supo que si traspasaba esa frontera invisible y saltaba al vacío ya no habría vuelta atrás. Mataría por ese amor prohibido e inconsciente, si fuera preciso, para satisfacer esa primitiva aspiración de sentirse un hombre completo, aunque la culpa anidara en su corazón para siempre.