domingo, 14 de octubre de 2012

El diario de Monroe Crashed (segunda parte)

Advertencia: A los menores de edad no se le está permitido leer este relato, quedáis avisados.

4 de octubre de 2012

Acudo como cada jueves a la consulta del tuercebotas de Jimie. En la hora que dura la sesión siempre me lo paso genial sentado en su poco mullido diván color chocolate imaginando situaciones a cual más estrambótica para convencerlo de mi patología psiquiátrica, es como mi deporte semanal favorito, un reto para mi extraordinario cerebro inventarme una enfermedad con todo lujo de detalles y que la misma resulte para un especialista del coco, eso reseña su currículum, verosímil. Hoy le he contado abreviando que hace unos días cuando salí a la calle me noté observado, agentes del FBI vestidos de paisano me siguieron hasta el mercado y cuando miraba para divisar donde se encontraban disimulaban como si estuvieran leyendo un periódico u observando un escaparate. Seguí diciéndole, con mi verborrea característica propia de un orador profesional, que sentí mucho miedo ayer a la hora de mi baño nocturno cuando se me apareció de la nada un hombre de toga blanca, pelo canoso y barba prominente que, con voz sepulcral y de ultratumba me convencía de lo maravilloso que hasta entonces había demostrado ser, que era el elegido de entre los habitantes del mundo para salvarlos a todos como Jesucristo, Dios en la tierra, como hacedor del perdón de los pecados y de la vida eterna; no quiero pecar de modesto pero estuve brillante en la exposición de mi particular delirio, el pobre doctor quedó con la boca abierta dejando traslucir un hilillo de baba blanquecina entre sus labios, muy desagradable a la vista, eso si, que evidenciaba gráficamente a las claras que la trola que le acababa de contar se la había tragado enterita, “con espinas y todo”, si le digo en ese preciso instante mi pequeño problemilla con el deseo insaciable de matar se cae de espaldas o le da un ictus del que le es imposible volver al mundo de los vivos . No pude evitar explotar a carcajada limpia una vez salí de su despacho.

Ahora que estoy contento creo que sería una buena idea hablar de la segunda muerte que perpetré, juro por lo más sagrado que no fue en absoluto premeditada ni la elegí a conciencia, surgió sin más como brota la hierba fresca en el campo mojado o el sol tras la noche estrellada. Yo tenía 14 años y empezaba sin pretenderlo a interesarme por las chicas, mejor dicho por una en concreto que conocí cierto día caluroso de verano mientras caminaba solo pensando en mis cosas aunque si soy sincero ahora mismo no se muy bien expresar de que se trataba, recuerdo no obstante que era importante para mi. Lucy, que fue como se presentó, debía ser una descarada pues me invitó el mismo día de vernos y apenas hablar una media hora a tener un encuentro furtivo por la noche con actitudes lujuriosas. Quedamos, para no perdernos, en el mismo lugar donde nos topamos por primera vez y, cogiéndome de la mano me llevó, con la seguridad que le ofrece el no haberlo hecho la primera vez, al pajar de una casa cercana abandonada hacía poco tiempo. Allí, casi sin mediar palabra, se quitó la ropa instando a que yo hiciera lo mismo. Recuerdo que era preciosa, sus pechos grandes y altivos aun a pesar de su corta edad y su sexo poco rasurado me parecieron extraordinarios, yo los había visto en fotos pero al natural como suele decirse resultaban diferentes, mucho más excitantes. Deseaba observarla, acariciarla, besarla en cada palmo de su voluptuoso cuerpo, pero la magia del momento duró lo que dura una hamburguesa apetitosa en la boca de un glotón, lo que se tarda en disponer una moneda en la ranura de una máquina de refrescos y ésta al pulsar el botón de la bebida elegida expulsa sin esfuerzo la ansiada botella del líquido espumeante. Lucy, al ver de cerca mi miembro viril ya erecto comenzó a reír como si no hubiera un mañana, para ella como en una macabra premonición así resultó ser, gritando expresiones soeces del tipo “tienes un garbancito entre las piernas”, “donde vas con esa mini-polla”. La humillación que sufrí resultó insufrible, no quería escuchar esos insultos por más tiempo y la hice callar con un puñetazo en la boca; la violencia del golpe fue tal que varios minúsculos dientes amarillentos se esparcieron por el suelo. La dejé inconsciente y lo uno llevó a lo otro, no lo pensé dos veces, simplemente actué, cogí la navaja que siempre guardaba en el bolsillo derecho de mi pantalón y la degollé con un movimiento rápido. Recuerdo que la sangre roja y espesa comenzó a manar de la herida mortal de manera escandalosa inundándolo todo. Demonios, pensé, que de sangre tiene esta juguetona cabrona y, con el cuerpo aún caliente y espasmódico me pareció una buena idea llevarme un recuerdo de aquel furtivo encuentro, utilicé de nuevo mi navaja para diseccionar el pezón izquierdo de aquella belleza sin igual. Fue mi primer trofeo y probablemente el más preciado de mi colección.

Aquella madrugada acudí al lago sin que nadie reparara en mi ausencia a lavar mi manchado cuerpo de la ya coagulada y oscura sangre de Lucy, me sentía extraordinario, nuevamente había sido capaz de matar y no anidaba en mí una mínima sensación de culpabilidad ni desasosiego, más al contrario, había hallado la manera de ser feliz plenamente, yo solo sin ayuda de nadie, si el resto de la humanidad no lo comprendía sería en cualquier caso problema de ellos no el mío, aunque de algo estaba seguro, si quería volver a intentarlo debía ser bastante más cuidadoso, tramar un plan infalible para evitar que la policía husmeara en mi secreto, mi hobby, mi vida; no sería lógicamente igual el disfrute de mi éxito si acababa mi existencia en una sudada silla eléctrica. Esta vez tuve suerte, cuando se hubo conocido pocas semanas después la muerte de la malcriada y ninfómana chica, el asesinato se lo imputaron a un pobre infeliz perturbado del pueblo que confesó haberlo cometido, supongo, por afán de protagonismo. Me libré como se libran los grandes hombres, con un poco de inteligencia y un mucho de azar.