jueves, 26 de junio de 2014

Cuento de un escritor


Érase que se era un escritor afamado que había perdido por completo la chispa, el ritmo, la cadencia y la musicalidad a la hora de plasmar en un papel sus sentimientos, sus sensaciones, su mundo interior, por medio de palabras o frases que ya no brotaban con la singularidad y excelencia de antaño.

Tal era así que apoyado en la mesa, presto y dispuesto, con la pluma dorada y el papel rugoso de las mejores ocasiones, comenzaba sin éxito el arduo esfuerzo de refrendar en su escritura lo que con tanta nitidez, en apariencia, se dejaba traslucir momentos antes en su analítica mente de contador de historias. Nadie podría achacarle, ni en los peores pensamientos hacia su persona, falta de interés en el intento; pero lo que antes era un juego de niños que escapaba incontrolado de su experta mano, en movimientos acertados de su impoluta caligrafía, ahora incomprensiblemente resultaba de todo punto insufrible. Nada de lo que emprendía tenía sentido, dejando traslucir, sin disimulo, un tufillo amargo de inquietante desesperación.

Cuentan los entendidos que una noche el buen escritor despertó de una pesadilla con lágrimas en los ojos. En su sueño bajaba a los infiernos con tanta rapidez que le era imposible asirse a cualquier saliente de esa escarpada orografía. Al llegar finalmente al fondo del abismo se encontró solo; no existía nadie a su alrededor para preguntarle qué había sucedido y cuál era la razón de hallarse en tan horrendo lugar, sorprendiéndole no obstante, una vez había tomado conciencia a duras penas de su situación, una vocecita inocente, como de niña pequeña, que lo llamaba insistentemente entre restos de excrementos humanos de un olor indescriptiblemente infecto: "¡¡Henry, Henry, ven conmigo, por favor!!.

Al escuchar esa preciosa voz pensó que ella sería la solución de todos sus males, y guiado por su intuición de explorador se hizo camino entre tanto obstáculo maloliente. Y así, una vez hubo recorrido varios cientos de metros, al rumor de aquella dulce voz cada vez más intensa y cercana llegó, casi sin darse cuenta, a un valle de frondosos árboles frutales y un sol de justicia que antes no se había manifestado. A la sombra del más alto una niña con un vestido vaporoso lo esperaba impaciente.

-- Henry, cuánto has tardado, ya pensaba que no vendrías a verme.
-- ¿Cómo sabes mi nombre y yo no sé el tuyo?, ¿quién eres?, ¿tienes idea de qué hago aquí? -- le expresó el escritor con tanta rapidez que parecía que tenía un tiempo límite para hacerlas valer.
-- No puedo creer que no te acuerdes de mí. Soy yo, tu musa, la que perdiste hace mucho tiempo.
-- ¿Mi musa? -- exclamó con una expresión de incredulidad en su rostro.
-- Mi querido Henry, tú no me veías pero allí estaba, he estado siempre a tu lado. ¿Por qué cuando te llamaba no me hacías caso?, ¿por qué desatendías la ayuda que te prestaba?, ¿es que quizás te sientes tan superior y arrogante como para no necesitarme?. 

Abatido, y sin saber muy bien qué decir, comprendió que lo que una vez fueron las reglas inamovibles en su carrera, las mismas que habían guiado sus primeros pasos, ahora quedaban relegadas al más absoluto de los olvidos. Su mentor, el honorable Sir Houston Dayton le enseñó, entre otras muchas técnicas literarias, que por encima de su facilidad para unir palabras o su estilo personal, un escritor que se precie debe ser humilde, confiado en sus posibilidades innatas pero no lo suficiente como para manifestarse prepotente en el trato hacia otras personas, ni creerse el dios supremo que todo lo sabe y todo lo ve. A la larga, el sentirse superior sería su perdición. Y estaba en lo cierto.

Tras esa pesadilla que le abrió los ojos ya no pudo aquella noche conciliar el sueño, y levantose con la ilusión del que recién empieza y comenzó primero a garabatear en una página en blanco para luego escribir y escribir,  escribir y escribir.

Pasaron horas, días, semanas, meses, y el buen escritor no hacía otra cosa que escribir como nunca antes lo había hecho; el cansancio no le vencía y se sentía como un crío con su primer juguete. Los folios se le amontonaban en la mesa, uno tras otro, y no podía parar de conmoverse y de ser partícipe de ese éxtasis literario. Se le agolpaban en la cabeza miles, millones de ideas que fluían ordenadas, plasmadas en el papel como si tuvieran vida propia. Debía acabar su obra maestra, ocurriera lo que le ocurriese; ésa era su mayor y única obsesión.

Una mañana, cuando ya únicamente le quedaba el desenlace de esa historia tan maravillosa, creyó desvanecerse de su asiento. Las fuerzas le faltaban pero debía recuperarse; nadie en ese instante le hubiera podido convencer de que toda su vida carecía de sentido salvo para terminar su obra. Y siguió y siguió escribiendo; sólo le restaban unas simples líneas; podía conseguirlo aunque sus ojos se le nublaran y su corazón, por momentos, se le parara.

Cuando hubo escrito "Fin" en esa última página, su postrero aliento que presagiaba la cercana muerte le insufló de manera mágica el poder que necesitaba para fabricar en su deteriorada conciencia ese pensamiento póstumo con el que todo escritor sueña: "Aunque muera viviré para siempre en la mente y en el alma de mis lectores".     

miércoles, 26 de febrero de 2014

El padre Amaral

El proyecto de este mes de adictos a la escritura propone un singular relato. Consiste, en esencia, en la elección de un autor y un libro, debiéndose escoger la primera frase del mismo y, a partir de entonces, componer nuestra historia, no teniendo que ser un resumen o copia del original sino que, por el contrario, decidir qué hacer con la misma sin más limitaciones que nuestra propia imaginación.

En mi caso he elegido un libro que fue un regalo de mi hermana y que, por esa razón y por muchas otras, me encantó de la primera línea a la última. Sin más preámbulos diré que el escogido es “El crimen del Padre Amaro”, del escritor portugués Eça de Queiróz.


Aquí comienza mi relato, que he denominado “El padre Amaral”:

Fue un domingo de Pascua cuando se supo en Leira que uno de los párrocos, José Migueis, había muerto aquella madrugada de una apoplejía. El párroco era un ser bajito y orondo; sus carnes sobresalían sin esfuerzo de un cuerpo poco agraciado y su carácter déspota, rayando lo desagradable, no hacía más que despertar desprecio en cada lugar en que aquella masa ingente de grasa osaba moverse. No era difícil imaginar su previsible final. 

Nadie echó de menos su pérdida e incluso, según cuentan, se escucharon vítores de júbilo entre sus lugareños ante la feliz pérdida.

La maquinaria de la iglesia comenzó entonces a funcionar para encontrar un sustituto. No se supo cómo, ni qué hilos fueron tocados, pero llegó a Leira un nuevo sacerdote con un pasado poco claro que respondía al nombre de Amaral Navajas. Era joven y con un atractivo que difícilmente podía quedar indiferente ante las miradas lascivas de las mujeres de la localidad. Lo tenía todo para convertirse en una bomba a punto de explotar en aquel paraje insólito donde nunca ocurría nada.

A la llegada del padre todo fueron parabienes. El Alcalde, la aristocracia más rancia y un grupo indeterminado de mojigatas y jóvenes solteras al rumor de la belleza de Amaral se apostaban en la Plaza Mayor, para ofrecer al nuevo miembro de la curia una calurosa bienvenida. Nada más alcanzar Leira se fue ganando, poco a poco, el favor de todos sin importar clase, posición, sexo o color de piel; su extremada educación edulcorada con su vasta cultura y esa manera de hablar sencilla, pausada y profunda, impropia en un joven de su edad, fueron consiguiendo sin mucho esfuerzo que se plegaran a sus consignas; todos lo querían por una u otra causa.

El joven sacerdote era una persona aferrada a unos fuertes principios morales y de creencia hacia un Dios divino, que todo lo puede pero que está ciego e impasible ante los pecados abominables de los hombres; la vida le había enseñado, a base de palos y sufrimiento, que los malos y explotadores siempre acababan con riqueza y poder sin que nadie se animase a menear ni un dedo contra ellos; en cambio, a los buenos y puros, se les señalaba como torpes o idiotas y terminaban sus pobres vidas en la más absoluta indigencia, o muertos a manos de esos mismos mal nacidos. Ante la duda tenía claro que optaría por su propio provecho, aun a costa de contravenir sus votos de fe.

Cierto día, cuando hubo cumplido seis meses de incesante trabajo en la parroquia, se le presentó por sorpresa una joven cuya belleza sobresalía por encima de todas las mujeres que había tenido ocasión de conocer. La chica, de ojos negros, grandes y profundos, y de cabellos oscuros y sedosos que le caían graciosamente por su tierno rostro de porcelana, respondía al nombre de María Magdalena de Medeiros. Era hija de uno de los terratenientes más insignes y poderosos de Leira y le expuso, entre lágrimas y en secreto de confesión, un problema que al menos para ella resultaba insufrible.

— Avemaría purísma —  dijo María compungida, arrodillada en el confesionario.

— Sin pecado concebida. Hija mía, ¿qué te aflige?.

— Padre, he pecado, he pecado mucho por amor y no sé qué hacer.

— Dime, hija mía, estoy aquí para ayudarte y perdonar esos pecados que te acongojan — refirió el padre con esa solemnidad que conseguía ablandar el alma de sus feligreses.

— Padre, me he enamorado de un hombre casado. Quiero dejar de verle, pero mi deseo hacia él y mis ansias de permanecer a su lado me lo impiden. Cuando me habla me siento perdida y sucumbo a sus designios más oscuros. He mentido, sobre todo a mi padre, para estar junto a él. Ya no puedo más; quiero acabar con todo esto pero no sé cómo hacerlo y acudo a usted, padre, para que me ayude y me ofrezca el consejo que necesito.

— Eso es gravísimo, madre de Dios bendita. Has infringido, por si no te habías percatado, el cuarto, sexto y octavo de los mandamientos. Inmediatamente te exijo, si no quieres que la ira de Dios caiga sin remisión sobre tu pecador cuerpo, que dejes de ver a ese hombre, que nunca más hables con él, y si por un casual vuelves a tener deseos pecaminosos, debes venir de inmediato a la casa del Señor y hablar conmigo. Yo sabré qué hacer para que no caigas, irremediablemente, en las garras del demonio. Aparte de ser tu sacerdote aspiro a que me veas como un amigo que va a cuidar de ti. Reza veinte avemarías y otros veinte padrenuestros. Por el poder que me ha sido concedido del mismísimo Dios padre, yo te absuelvo in nomine pater et filii et espíritu santi. Amén.
   
Al marcharse la muchacha, Amaral quedó prendado de su extremada hermosura e inocencia sin igual. No sabía la razón de esa locura adolescente que nublaba sus sentidos, pero ardía en deseos de volver a verla, de mirarla a los ojos; de relamerse al contemplarla, como lo hace un perro ante su ansiado hueso; de poseer aquel cuerpo angelical a toda costa, aun a sabiendas de que no debía hacerlo. Pero eso ya no le importaba; la semilla de la pasión había germinado irremediablemente en su carne y, en ese preciso instante, supo que si traspasaba esa frontera invisible y saltaba al vacío ya no habría vuelta atrás. Mataría por ese amor prohibido e inconsciente, si fuera preciso, para satisfacer esa primitiva aspiración de sentirse un hombre completo, aunque la culpa anidara en su corazón para siempre.

martes, 28 de enero de 2014

El bosque

Una sensación nauseabunda recorría todo mi cuerpo, lo que no presagiaba nada bueno. Me sentía mareado, mi cabeza daba vueltas sin control. Abrí los ojos, aunque con bastante dificultad, para poderme ubicar y sólo pude observar un paraje insólito, con altos árboles que probablemente fuesen robles y sin ninguna construcción ni presencia humana; era un bosque sombrío con gran vegetación. Intenté sin ningún éxito recordar quién se suponía que era y cual había sido la razón de encontrarme en ese lugar desconocido para mí; incomprensiblemente la memoria de mi vida y mi existencia se había reseteado como el disco duro de un ordenador viejo.

Un sexto sentido extraño me dictaba que abandonara lo más rápido posible ese sitio, pero me hallaba inmóvil; mis músculos no respondían a las órdenes de mi cerebro: "levántate, ¿qué haces que no te mueves y te vas cagando leches?”.

La negrura se iba apoderando, inexorablemente, de aquel desapacible lugar, y por añadidura de mí mismo. A medida que pasaba el tiempo, con aparente dificultad, se hacía más insoportable mi situación; la realidad me gritaba sin compasión que no podía moverme por mucho que lo pretendiera, siendo por ello presa fácil de cualquier depredador que, de ese modo absurdo y sin sentido, satisfaría con enorme facilidad su necesidad primaria de alimento: qué equivocado estaba entonces; el peligro inminente de perder la vida distaba mucho de hienas, jabalíes, zorros o lobos que osaran acercarse en la búsqueda de una presa indefensa.

Creo que me dormí durante breves instantes, o quizás fuesen minutos u horas, de eso no estoy seguro, y al despertar no puede decirse que hubiese recuperado, ni siquiera en parte, algunas de mis facultades perdidas. La noche ya había invadido sin ningún miramiento ese bosque, pudiendo sólo vislumbrarse una tenue luz que provenía, probablemente de la luna que presidía el firmamento. Un chasquido como de pisadas sobre hojas secas a escasa distancia de mí, que se fueron sucediendo a lo largo de interminables segundos, quebró el hasta entonces silencio sepulcral que lo invadía todo. Deseaba mover la cabeza para descubrir qué era lo que estaba sucediendo; juro que volví a albergar la esperanza de lograrlo, pero por desgracia nada sucedió. Los nervios que comenzaron con simples escalofríos involuntarios fueron irrumpiendo, poco a poco, mi desvalido cuerpo. Quise gritar, pero mis cuerdas vocales no emitían ni el más mínimo zumbido y fue entonces cuando divisé con todo lujo de detalle el semblante impávido de la implacable muerte que me acechaba; el reflejo resplandeciente de la luna sobre una hoja de metal afilada y unos ojos  enrojecidos y amenazantes en busca de venganza.

Recuerdo que antes de perder el conocimiento escuché, sin que sintiera ningún daño físico, el golpe hueco del metal sobre el firme húmedo con un crujir de huesos, y a continuación mostrarme, cual trofeo ganador, aquel ser lleno de odio la que presumiblemente fuese mi inerte y ensangrentada mano izquierda despegada de mi brazo entre enormes carcajadas, gritando “ya no volverás a firmar nunca más”. 

Recuperé poco a poco el sentido con el sonido estridente de una máquina, click click click click. Me hallaba en la blanca habitación aséptica de un hospital lleno de tubos y cables conectados a mi cuerpo. Reminiscencias de mi pasado fueron llegando a mi conciencia como un puzzle que es completado: me encontraba en la calle cuando un hombre requirió mi atención con lágrimas en los ojos; resultó ser el esposo de una fallecida en accidente de tráfico al impactar de frente con otro vehículo que se saltó una señal de stop y yo, como ministro de justicia había ordenado, según me expresaba con enorme pesadumbre en su voz, el indulto del condenado. Le repliqué, sin reconocer el peligro subyacente que denotaban mis palabras, que el indulto era una medida de gracia y que si se le había impuesto, cosa que en ese preciso instante desconocía, había sido por la sencilla razón de que el conjunto de las circunstancias concurrentes en el caso así lo aconsejaba, despidiéndome de ese señor con un escueto: “lo siento mucho, pero debo marcharme para atender asuntos de enorme importancia, que tenga usted un buen día”. Lo próximo que logré recordar  de nuevo fue un dolor intenso en la cabeza y despertarme en ese oscuro y lúgubre bosque.

Intenté zafarrme como pude, con las escasas fuerzas de que disponía, de todo ese instrumental médico que me cubría para comprobar si era cierto que mi mano izquierda permanecía intacta y lo que obtuve fue mucho peor de lo que hubiera podido imaginar. De mis extremidades pendían no mis manos sino sendos muñones recubiertos con esmero de una gasa limpia e inmaculada.


Siempre he sabido que los actos que llegamos a completar en nuestro peregrinar mundano tienen su consecuencia; la ley física de la acción y la reacción. En este caso, para unos resultó ser la muerte probablemente buscada y consentida, a manos de Agentes de Seguridad Nacional, por el secuestro y las lesiones infringidas a un miembro del gobierno de la nación. Otros, en cambio, vivirán hasta el fin de sus días con ese sentimiento de culpa que daña, os lo aseguro, más que los cartuchos de un rifle de cañones recortados, y con el recuerdo imperecedero, tanto despierto como en sus peores pesadillas, de ese ruido seco e impactante de una hoja afilada de metal sobre la tierra húmeda del bosque.