domingo, 12 de mayo de 2013

La cara (capitulo dos). La revelación.


Aquella noche David no durmió tan plácidamente como en él era habitual. Numerosas pesadillas de catástrofes y lugares sombríos martilleaban, incesantemente y sin compasión, su cabeza. En todas ellas intentaba escapar, evadirse de un peligro inminente. La sensación de agobio no le abandonaba en ningún momento, quizás presagiando lo que finalmente iba a sucederle. 

Debían de ser las ocho de la mañana. Los rayos de sol, sin ninguna compasión para el durmiente, se escurrían tímidamente por las rendijas de la persiana de su dormitorio, inundando toda la estancia y, pensó David, que ya era hora de levantarse y aprovechar  al máximo posible ese sábado. Abrió un ojo, luego el otro. Le costó enfocar unos segundos su mundo hasta que se presentó ante sí, con una nitidez inigualable, lo que en apariencia era un rostro fantasmagórico de una mujer joven y hermosa mirándolo fijamente a escasos treinta centímetros. La expresión de su cara era de sufrimiento y dolor; sus ojos eran grandes y redondos inyectados en sangre, su nariz puntiaguda con labios estrechos y morados, dejando sobresalir unos incisivos amenazantes; su cabellera de un color oscuro indeterminado suelta al viento y su piel tan blanca que parecía como fabricada de porcelana. Lo más inquietante de todo ese sin sentido pudiera ser que se manifestó sin un cuerpo, físico o etéreo, que lo sustentara.

David intentó moverse, gritar, pero de sus cuerdas vocales no surgió, por más que hizo el intento, el más mínimo sonido ni sus músculos respondieron a la llamada de socorro de su cerebro. Un terror incomparable recorrió sin esfuerzo cada parte de su tembloroso organismo en una sinfonía macabra de desesperación. No pudo hacer otra cosa que cerrar los párpados y pensar sin mucha fe que se fuera de una vez. Al volver a abrirlos, y como por arte de magia, allí frente a él ya no había nadie.

Se levantó de la cama con pesadumbre. Se dirigió al baño y se lavó la cara con tal violencia como para engañarse a sí mismo de que de ese modo podía borrar de su memoria todo lo acontecido minutos antes. Ni que decir tiene que no pudo conseguirlo. Alzó la vista para mirarse al espejo, pudiendo comprobar que su expresión de pavor aún no se había ausentado, aparte de unas ojeras visibles a leguas. 

Preparó el desayuno con la rapidez y experiencia del que lo hace todos los días. Café caliente y unas tostadas con mantequilla eran su dieta habitual a esas horas. Se sentó a la mesa del comedor con todo listo y dispuesto pero no pudo probar bocado: aquella cara terrorífica se había incrustado en su mente como a fuego y, cada objeto de la casa, cada lugar donde fijaba la vista, sin quererlo, le recordaba a ella.

En las tareas señaladas por David con una cruz roja para ese sábado nefasto se encontraban las de hacer la colada, limpiar el polvo del salón y arreglar la lamparita de su mesita de noche, que se afanaba por no funcionar un día sí y otro también, sin olvidar de hacer la compra semanal para que la despensa y el frigorífico quedaran llenos. David, que no deseaba pensar en nada, se dispuso a comenzarlas una a una, pero por más que se afanaba en cumplirlas no llegaba a terminar ninguna de ellas. En su intelecto se apilaban desordenadas innumerables preguntas sin respuesta: ¿quién era esa mujer?, ¿la conocía?, ¿había alguna razón para que se le apareciese?, ¿la conseguiría ver de nuevo?, ¿necesitaría su ayuda o simplemente deseaba hacerle daño?, ¿sería capaz de decirle algo si la volviera a ver?.

El Jefe de Marketing se vistió con lo primero que encontró en su armario, no estaba para perder demasiado el tiempo, y salió a la calle con la firme intención de averiguar si en su piso, con anterioridad a que él llegara, había vivido una chica joven como la de su visión. En esos momentos le pareció que era lo más sensato. Lo primero que se le ocurrió fue  interrogar, sin que se notara mucho su inquietud, al portero del edificio. Alfred, como se llamaba, era un tipo de mediana edad, pelo canoso, ojos pequeños y chisposos y expresión siempre servicial, aunque en la práctica eso no fuera del todo cierto. Se hallaba como todas las mañanas en su casetilla de la entrada, a modo de garita, ojeando una revista.

— Alfred, buenos días, perdone que le moleste. Hoy me he levantado con una curiosidad y usted probablemente pueda ayudarme.
— Dígame Señor Templar, ¿qué se le ofrece? — pronunció el portero con la sequedad que le caracterizaba y con ausencia absoluta de interés.
—  Me preguntaba si había conocido a los inquilinos que vivieron con anterioridad en mi piso. He encontrado escondido un objeto que probablemente sea de ellos y quisiera devolverlo.
— ¿Un objeto?, ¿de qué se trata?, ¿tiene algún valor?.
— Alfred, eso no es significativo ahora; lo importante para mí es saber qué personas moraron en mi vivienda y, si es posible, el lugar donde viven en la actualidad — expresó David con la seriedad que sólo un ejecutivo podría aplicarle a la frase.
— Señor, llevo en mi puesto escasos cinco años y cuando me contrataron creo recordar que su piso se encontraba vacío y sin inquilinos hasta que llegó usted. No creo que pueda ayudarlo, y ya que lo siento mucho. Que tenga usted un buen día — dijo el portero y, sin inmutarse lo más mínimo, bajó la mirada nuevamente para seguir leyendo esa revista a la que tanto tiempo dedicaba.

Se encontraba en punto muerto, en una vía sin salida. Necesitaba contárselo a alguien para tener una segunda opinión; una persona inteligente, lógica y coherente que trazara, con la objetividad que requería el asunto, el camino a seguir. A David no se le ocurría nadie que pudiera ayudarle en su difícil y angustiosa situación. Bueno, eso no era del todo cierto; sí la conocía y tenía nombre y apellidos, Sara Pebble, pero la cuestión ahora era decidir si sería una buena idea contarle todo lo ocurrido después del rotundo fracaso sufrido la noche anterior.