domingo, 21 de abril de 2013

La cara (capítulo uno)


LA CARA
Capítulo uno: la cena.

Aquel día de primavera amaneció como cualquier otro en Plymouth. Los coches transitaban por sus calles mojadas por la lluvia, las gentes se afanaban por llegar a tiempo a sus distintos quehaceres, algunos más interesantes que otros y, en fin, la ciudad no muy distinta a otra emergía resplandeciente como un monstruo a medio despertar. En la oficina de la empresa tecnológica “Sampler”, sus empleados seguían al pié de la letra con su rutina diaria, la que conocían desde hacía años; redacción de informes, reuniones con los directivos, llamadas incesantes de teléfono; todo muy normal el último día laboral de la semana, pero eso estaba a punto de cambiar. David Templar, Jefe de Marketing, un tipo atractivo, aunque mucho menos de lo que él pensaba, y un seductor empedernido en horas bajas, estaba a punto de invitar a cenar a Sara Pebble, adscrita al personal del departamento de contabilidad, una chica en apariencia dulce.
— Hola Sara, me preguntaba si hacías algo esta noche — pronunció David con gran interés.
— David, hola, estaba tan ensimismada en mis cosas que no había reparado que estabas aquí, ¿qué me habías preguntado?. Ah, sí, me preguntabas si hacía algo esta noche y la verdad es que mi plan, si puede llamársele así, perfectamente podría consistir en una cena rica en verduras amenizada con ración triple de pelis de acción, ¿por qué? —dejando al descubierto en sus palabras sin ningún reparo una actitud coqueta.
— Pensaba que sería una buena idea que fuéramos a cenar; conozco un sitio donde sirven las mejores pizzas de la ciudad, ¿te gusta la comida italiana?.
— Hombre, creo que algo más que una ensaladita de lechuga — sonrió mientras articulaba esa frase con cierto aire sarcástico.
— Entonces decidido, te recojo en tu casa a las ocho, ¿te parece bien?.
— De acuerdo, pero si es algo más tarde, como a las ocho y media, mucho mejor.

Sampler, más que una empresa, parecía un caleidoscopio de personalidades a cuales más distintas y complejas, y las relaciones de los compañeros fuera de la oficina suponían una “rara avis” difícil de ver.

David se había fijado desde hacía algún tiempo en Sara; no podía concretar la fecha exacta en que empezó a gustarle; quizás fuese por cruzarse con ella todos los días a la hora del café de las 10 y acostumbrarse a sus facciones que, aunque siendo objetivo no eran del todo hermosas, sí podrían denominarse de atrayentes. Sus ojos marrones y redondos, sus curvas sinuosas de enormes pechos y su expresión en ocasiones triste incitaban a cuidarla y David, como buen amante, acabó por sucumbir a sus encantos ocultos, o simplemente no tenía otra hembra más a la mano ni más sencilla de conseguir. En cambio, con Sara, todo resultaba bien distinto; ella pensaba que David era un narcisista y un ególatra; el típico hombre que usaba a las mujeres como un clínex; se servía de ellas y cuando no eran de su agrado las desechaba como ropa vieja. Debía reconocer, no obstante, que resultaba atractivo e interesante para una noche loca. Ese pensamiento, que se escurrió fugazmente por su mente en un momento de descuido intelectual, no sería suficiente como para cambiar el magno designio que el sacrificio de salir con él le podía reportar; le ofrecería, casi sin buscarlo, la posibilidad brillante de vengarse de todos los hombres insensibles, superficiales e inmaduros que pululaban por el planeta tierra; sobre todo de aquellos que una vez le hicieron daño en el juego del amor.

Aquella noche había sido perfecta, al menos para uno de ellos. Comieron bien, bebieron, charlaron de lo divino y de lo humano, se rieron. En honor a la verdad, el Jefe de Marketing se lo estaba pasando genial en compañía de esa mujer; daba gusto estar a su lado. Se impresionó al comprobar que habían encajado como piezas de puzzle a la primera cita. El polvo, pensó David, estaba asegurado.
— Oye, ¿sabías que me estoy divirtiendo mucho contigo?. Mi casa está a escasas dos manzanas de aquí, ¿te apetece acompañarme y seguimos la fiesta?. Tengo una botella de Champang de cincuenta dólares reservada para un momento especial.
— Uy, va a ser que no. Mañana tengo que madrugar; me espera ayudar en la nada deseable mudanza de una amiga. Aparte, mis pies me están matando y en estas circunstancias lo que más ansío es un baño bien caliente y música de jazz. Gracias de todos modos, yo también me lo he pasado muy bien. En otra ocasión, ¿de acuerdo?, ¿no te enfadas verdad?. 

Sara quedó sorprendida de que salieran con tanta naturalidad de sus labios esas palabras tan atinadas y contenidas al mismo tiempo, pues lo que su cuerpo le dictaba en ese preciso momento era gritarle bien fuerte a ese bastardo: “jódete, cabrón de mierda, hoy vas a tener que satisfacerte tú solito; las mujeres somos algo más que juguetes eróticos con las que gozar”. En el fondo estaba pletórica, ya que había conseguido lo que inicialmente se había propuesto para esa noche: primero ponerlo como una moto para luego rechazarlo sin más; pues como se había desarrollado la noche, y con lo bien que habían encajado, no las tenía todas consigo de que lo lograra.
— No, ¿enfadado yo?, para nada. No te preocupes, otra vez será —contestó con aire condescendiente, aunque con cierta y no disimulada pesadumbre en su rostro enrojecido por la vergüenza del rechazo.

El camino de vuelta para David resultó eterno. En esas escasas dos manzanas de distancia tuvo tiempo para analizar con detenimiento cuáles eran las causas de su fracaso. Repetía una y otra vez las frases pronunciadas aquella noche y no notaba nada especialmente vulgar o descortés por su parte para la reacción de la chica. ¿Sería la chaqueta que había elegido?, ¿su peinado engominado quizás?. De lo que estaba bien seguro era de que dormiría solo otro viernes, y ya eran muchos sin mojar ni llevarse una alegría para el cuerpo.

Llegó a su apartamento de soltero más cansado psicológicamente que otra cosa. Se desnudó deprisa, dejando la ropa con desprecio como si ella tuviera la culpa, en la silla junto a su cama y se acostó sin ganas de nada, con la esperanza de olvidar más pronto que tarde aquella aciaga noche con una compañera de trabajo a la que tendría que seguir viendo aunque no quisiera. Media hora más tarde y tras varias vueltas en su lecho quedó profundamente dormido. 

El diario de Monroe Crashed (tercera parte)



1 de noviembre de 2012

Estas semanas he estado desconectado de todo, incluso de mí mismo. No he tenido ganas de hacer nada, ni tan siquiera de coger un boli para escribir éste mi diario. Jimie me ha llamado hasta tres veces al día; pobre infeliz, pensará que ha perdido un nuevo paciente. No sería exagerado decir que probablemente me haya llevado varios días sin comer; hasta ese punto me afectaba mi pereza. Pero ayer, sí ayer, me ocurrió algo maravilloso que hizo cambiar esta dinámica preocupante de mi existencia.

El día comenzó extraño, pues me desperté muy temprano, aún no había amanecido. Me levanté de la cama con una energía inusitada. A decir verdad me sorprendió, ya que no había tomado bocado el día anterior. Me dirigí al frigorífico y al no haber nada apetecible en él lo cerré de un portazo y me preparé de manera automática, como si de un robot se tratara, unos sandwiches de crema de cacahuetes que todavía no había caducado en el desvencijado mueble de la despensa. No estaban especialmente buenos, a decir verdad, quizás fuese el pan utilizado que estaba algo pasado, pero resultó suficiente para saciar el hambre que arrastraba.

Con enorme decisión cogí las llaves de mi furgoneta cochambrosa, una Ford Transit de los años noventa que, aunque algo ruidosa y antigua, su motor seguía sorpresivamente funcionando como el primer día. Decididamente, los coches americanos le dan mil vueltas a cualquier japonés o europeo, eso es así, y que alguien ose discutirme este hecho incontestable. No tenía pensado hacer algo en concreto, simplemente salir a despejarme, necesitaba sentirme vivo nuevamente. Sin darme cuenta, y tras cientos de kilómetros recorridos sin que mi Ford se quejara sobremanera, ya eran las nueve de la mañana y me encontraba perdido en un pequeño pueblo llamado Hope, tal y como rezaba en un enorme cartel dando la bienvenida. Aparqué justo en la entrada en el primer hueco que encontré; la espalda me estaba matando y pensé que andar un poco no me vendría mal. Recorrí a pié la calle principal de Hope; era un puto pueblo como otro cualquiera: había mercerías, joyerías, bancos de los que, si te descuidas, te embargan la casa si debes alguna cuota de hipoteca, y bares mugrientos de los que no se asombran si pides un whisky a media mañana. Entré en el primero que ví; estaba completamente vacío. El camarero detrás de la barra era un hombre de mediana edad, canoso, mal encarado y con una barriga cervecera descomunal; si fuese mujer perfectamente estaría a punto de parir. Me miró como se mira a un extraterrestre que visita la tierra por primera vez, y me preguntó si era nuevo en el pueblo y si me había perdido. Con una falta absoluta de educación, desconociendo que su única labor en este mundo era la de servir fielmente a sus clientes, me recordó que él no estaba para indicarme el camino que lleva a la autopista principal, pero que si quería beber lo que fuese sería bien recibido, previo pago correspondiente.

Esa mañana no entraba, siendo sincero, entre mis prioridades la de matar, pero ese tipo merecía morir como lo hacen los cerdos, degollado y destripado. Con enorme frialdad le pedí el brebaje más fuerte que tuviera, y cuando se dio la vuelta para satisfacer lo que le había solicitado me quité la camisa para que no se me manchara de sangre y salté por encima de la barra; lo cogí por la espalda y con mi navaja de las mejores ocasiones, que siempre guardo en el bolsillo derecho del pantalón, le seccioné la garganta con un certero movimiento de muñeca. Mientras se desangraba ni siquiera gritó ni se resistió; no luchó ante su funesto final, porque sabía que no tendría nada que hacer conmigo. Se resignó, pues era lo que debía hacer; yo creo que tenía conciencia de que estaba haciendo historia, con la salvedad de que no podría disfrutar de esa fama al haber estirado la pata; es la descripción certera de un daño colateral. Lo dejé en el suelo boca arriba en su último estertor y, sin pensarlo dos veces, le pinché en su oronda barriga hasta llegar a su corazón. Me dio un gusto indescriptible, casi mágico, observar cómo sus tripas emergían bruscamente como butifarras enlatadas. Como trofeo de mi hazaña le saqué la lengua de su sucia boca de barman cateto y se la cercené; era larga la jodía. Antes de marcharme no me olvidé de ponerme nuevamente la camisa y de pagar la bebida pedida, como me enseñaba mi madre de chico. Ella me solía decir: “cuando vayas a un sitio debes pagar lo que pidas; son trabajadores que merecen respeto, aunque ellos no te respeten a ti”; que lo cortés no quita lo valiente; la humanidad en su conjunto debería darme las gracias por eliminar de un plumazo a ese gañán deslenguado, nunca mejor dicho .

Salí del bar con la conciencia limpia y con la satisfacción del trabajo bien hecho. Nadie me vio entrar ni salir de aquel horrendo lugar. Ese golpe de adrenalina que sentía me concedió fuerzas suficientes como para montarme de nuevo en mi furgoneta y volver a mi hogar, parando previamente en la tienda de comestibles a escasos kilómetros de mi casa. Compré pan de sandwiches, fruta fresca, chacina variada, medio kilo de queso y una botella de dos litros de Coca-Cola. La butifarra enlatada no se me ocurrió cogerla; masoquista, al menos que yo sepa, no soy. La mañana había salido redonda y tenía que celebrarlo a lo grande.