martes, 28 de enero de 2014

El bosque

Una sensación nauseabunda recorría todo mi cuerpo, lo que no presagiaba nada bueno. Me sentía mareado, mi cabeza daba vueltas sin control. Abrí los ojos, aunque con bastante dificultad, para poderme ubicar y sólo pude observar un paraje insólito, con altos árboles que probablemente fuesen robles y sin ninguna construcción ni presencia humana; era un bosque sombrío con gran vegetación. Intenté sin ningún éxito recordar quién se suponía que era y cual había sido la razón de encontrarme en ese lugar desconocido para mí; incomprensiblemente la memoria de mi vida y mi existencia se había reseteado como el disco duro de un ordenador viejo.

Un sexto sentido extraño me dictaba que abandonara lo más rápido posible ese sitio, pero me hallaba inmóvil; mis músculos no respondían a las órdenes de mi cerebro: "levántate, ¿qué haces que no te mueves y te vas cagando leches?”.

La negrura se iba apoderando, inexorablemente, de aquel desapacible lugar, y por añadidura de mí mismo. A medida que pasaba el tiempo, con aparente dificultad, se hacía más insoportable mi situación; la realidad me gritaba sin compasión que no podía moverme por mucho que lo pretendiera, siendo por ello presa fácil de cualquier depredador que, de ese modo absurdo y sin sentido, satisfaría con enorme facilidad su necesidad primaria de alimento: qué equivocado estaba entonces; el peligro inminente de perder la vida distaba mucho de hienas, jabalíes, zorros o lobos que osaran acercarse en la búsqueda de una presa indefensa.

Creo que me dormí durante breves instantes, o quizás fuesen minutos u horas, de eso no estoy seguro, y al despertar no puede decirse que hubiese recuperado, ni siquiera en parte, algunas de mis facultades perdidas. La noche ya había invadido sin ningún miramiento ese bosque, pudiendo sólo vislumbrarse una tenue luz que provenía, probablemente de la luna que presidía el firmamento. Un chasquido como de pisadas sobre hojas secas a escasa distancia de mí, que se fueron sucediendo a lo largo de interminables segundos, quebró el hasta entonces silencio sepulcral que lo invadía todo. Deseaba mover la cabeza para descubrir qué era lo que estaba sucediendo; juro que volví a albergar la esperanza de lograrlo, pero por desgracia nada sucedió. Los nervios que comenzaron con simples escalofríos involuntarios fueron irrumpiendo, poco a poco, mi desvalido cuerpo. Quise gritar, pero mis cuerdas vocales no emitían ni el más mínimo zumbido y fue entonces cuando divisé con todo lujo de detalle el semblante impávido de la implacable muerte que me acechaba; el reflejo resplandeciente de la luna sobre una hoja de metal afilada y unos ojos  enrojecidos y amenazantes en busca de venganza.

Recuerdo que antes de perder el conocimiento escuché, sin que sintiera ningún daño físico, el golpe hueco del metal sobre el firme húmedo con un crujir de huesos, y a continuación mostrarme, cual trofeo ganador, aquel ser lleno de odio la que presumiblemente fuese mi inerte y ensangrentada mano izquierda despegada de mi brazo entre enormes carcajadas, gritando “ya no volverás a firmar nunca más”. 

Recuperé poco a poco el sentido con el sonido estridente de una máquina, click click click click. Me hallaba en la blanca habitación aséptica de un hospital lleno de tubos y cables conectados a mi cuerpo. Reminiscencias de mi pasado fueron llegando a mi conciencia como un puzzle que es completado: me encontraba en la calle cuando un hombre requirió mi atención con lágrimas en los ojos; resultó ser el esposo de una fallecida en accidente de tráfico al impactar de frente con otro vehículo que se saltó una señal de stop y yo, como ministro de justicia había ordenado, según me expresaba con enorme pesadumbre en su voz, el indulto del condenado. Le repliqué, sin reconocer el peligro subyacente que denotaban mis palabras, que el indulto era una medida de gracia y que si se le había impuesto, cosa que en ese preciso instante desconocía, había sido por la sencilla razón de que el conjunto de las circunstancias concurrentes en el caso así lo aconsejaba, despidiéndome de ese señor con un escueto: “lo siento mucho, pero debo marcharme para atender asuntos de enorme importancia, que tenga usted un buen día”. Lo próximo que logré recordar  de nuevo fue un dolor intenso en la cabeza y despertarme en ese oscuro y lúgubre bosque.

Intenté zafarrme como pude, con las escasas fuerzas de que disponía, de todo ese instrumental médico que me cubría para comprobar si era cierto que mi mano izquierda permanecía intacta y lo que obtuve fue mucho peor de lo que hubiera podido imaginar. De mis extremidades pendían no mis manos sino sendos muñones recubiertos con esmero de una gasa limpia e inmaculada.


Siempre he sabido que los actos que llegamos a completar en nuestro peregrinar mundano tienen su consecuencia; la ley física de la acción y la reacción. En este caso, para unos resultó ser la muerte probablemente buscada y consentida, a manos de Agentes de Seguridad Nacional, por el secuestro y las lesiones infringidas a un miembro del gobierno de la nación. Otros, en cambio, vivirán hasta el fin de sus días con ese sentimiento de culpa que daña, os lo aseguro, más que los cartuchos de un rifle de cañones recortados, y con el recuerdo imperecedero, tanto despierto como en sus peores pesadillas, de ese ruido seco e impactante de una hoja afilada de metal sobre la tierra húmeda del bosque.