lunes, 28 de mayo de 2012

La niña de la manzana, proyecto del mes de mayo para "adictos a la escritura"


Como cada mes desde “Adictos a la escritura”, se nos propone, esta vez, un relato por parejas en el que deberemos conformar una historia que tenga relación con la imagen que previamente nos ha sido sorteada. En nuestro caso nos correspondió fruto del azar la foto de una niña con una manzana en la mano.

Dispongámonos entonces a contar la apasionante historia en cualquier caso ficticia de “La niña de la manzana”.



Julio y Rosario eran una joven pareja recién casada. Él, mecánico del único taller que existía en el pueblo; ella, maestra de escuela de niños de corta edad que con gran esfuerzo y dedicación conseguía, al menos eso es lo que pensaba, que sus alumnos aprendieran a querer la literatura. Ni que decir tiene que para Rosario los libros eran su mundo y pretendía transmitir a esos niños ávidos de conocimiento, dicho sea de paso, con gran emoción, el placer tan inmenso que se siente al pasar las páginas blanquecinas, ese olor inconfundible de libro antiguo, los lugares tan dispares en que logran transportarnos y las vidas y aventuras que nos hacen vivir; en definitiva que la esencia de leer y su significado casi místico fuese grabada como a fuego en esos críos. 

El mecánico y la maestra se conocían desde siempre. A Rosario, día sí y día también, se la veía al lado de Julio. Mientras las demás niñas estaban jugando a las casitas, Rosario, si no tenía deberes pendientes pues era muy aplicada en los estudios, se iba a buscar a Julio o Julito para juntos ir a pescar al río o perseguir a libélulas escurridizas. Eran inseparables y, claro esta, cuando crecieron ya era irremediable que se gustaran y que acabaran vestidos de novios para plasmar en un papel y delante del “Santísimo” lo que sus corazones sentían.

Eran felices, el dinero que llegaba cada mes a su cuenta corriente no era mucho pero más que suficiente como para pagar su casa con jardín, el coche de segunda mano de Julio y la biblioteca repleta de libros de Rosario. Todo lo demás carecía de importancia, pero como a los humanos nos gusta complicarnos la vida, tanto Julio como Rosario decidieron que ya era hora de traer a su vástago a la tierra. Y así, transcurridos ocho meses y 24 días de su concepción, nació en parto natural y con grandes sufrimientos para la maestra una preciosa niña a la que pusieron por nombre Sara.

Sara, de grandes ojos turquesa y carácter risueño y apacible, en apariencia sana, escondía para desgracia de sus padres una enfermedad difícil de descubrir pero que marcaría para siempre su existencia. Cierto día, mientras la niña se disponía a juntar las piezas de colores de un puzzle de madera que con tanto amor Julio compró a su hija en su cuarto cumpleaños mientras salía del taller, sus padres comprobaron que Sara los componía correctamente y en un tiempo récord pero mezclando incomprensiblemente los colores; los rojos con los azules, y los verdes y amarillos con los naranjas. Al principio, como era natural, no le dieron importancia pero poco a poco fueron descubriendo, a su pesar, que la niña no sabía distinguir colores.

Muchos doctores estudiaron la enfermedad de Sara, sesudos investigadores de bata blanca le hicieron pruebas y más pruebas hasta llegar finalmente a la firme conclusión de que la pobre niña padecía de una especie extrañísima de daltonismo, la niña veía en blanco y negro, o más técnicamente hablando, en una escala de grises, y lo que era aún más inquietante, no existía cura conocida para ella.

Así creció Sara con el cuidado casi constante de sus padres hasta que un día el destino y la providencia quiso solucionar su problema. Sara odiaba las frutas, ya fueran naranjas, sandías, peras o manzanas, era superior a sus fuerzas pero, mientras jugaba con su mejor amiga Rosa probó casi sin querer y por curiosidad una manzana “red delicius”, las que son de color rojo intenso, comprobando casi al instante que sus preciosos ojos ya no veían en blanco y negro sino en una gama de tonalidades a cual más brillantes y bonitos. Pudo observar un cielo azul maravilloso, la hierba verde recién cortada y el amarillo fulgurante del sol. A partir de entonces había vuelto a nacer, todo lo que veía tenía sentido.

Alegre de emoción y dicha fue la joven Sara a contarles a sus amorosos padres lo sucedido. Su padre Julio no pudo evitar que las lágrimas brotaran de su rostro; Rosario, en cambio, se quedó sentada en una silla sin moverse ni articular palabra, se encontraba en estado de shock. 

El efecto asombroso, al parecer, sólo duraba unas horas. Los médicos no daban crédito a lo sucedido; explicaron que lo acontecido se podía deber, aunque no a ciencia cierta, a una reacción alérgica extraña que provenía de una enzima que sólo tienen ese tipo de manzanas, y que incidía, sin conocerse aún la causa, directamente sobre las células de la retina de los ojos de la niña intensificando y magnificando su poder, hasta entonces dormido. Julio y Rosario, en cambio, se fiaron de su instinto y creyeron más acertada la teoría de que lo sucedido se debió a un milagro ante tanta plegaria al Santo Dios, y desde ese preciso instante solemnemente juraron al unísono por lo más sagrado que a su querida hija no le faltaría nunca jamás una manzana roja.

Esta promesa fue cumplida por sus padres mientras pudieron. Todas las semanas, Rosario traía del mercado las mejores manzanas “red delicius”, kilos y kilos de ellas, hasta que las potencias mundiales se pusieron de acuerdo y confabularon una guerra a escala mundial. El detonante de todo este absurdo fue un “porqué no te callas” , que le espetó cierto dirigente occidental, en una conferencia internacional de países, a otro oriental y el orgullo de no retractarse ni pedir disculpas. Todo esto derivó en un incidente a escala mundial que dio como resultado casi inevitable la declaración conjunta de guerra.

A partir de entonces todo fue un caos, el miedo invadía como un potente ejército los corazones carentes de ilusión de los pobres civiles. El dinero escaseaba y los alimentos, sobre todo los perecederos, desaparecían de los estantes de los supermercados.

  Julio perdió su trabajo, ya no se necesitaban tantos mecánicos y Rosario ganaba la mitad de su sueldo en la escuela. La familia tenía lo básico para sobrevivir pero para Julio y Rosario lo más importante, visto lo visto, era que a su hija no le faltara esas manzanas que le daban la vida. En el pueblo que conocían el problema de Sara,  todos echaban una mano y se afanaban en conseguir esas manzanas que ya empezaban a terminarse lo cual se agravó con las bombas que cayeron cierto día aciago de verano. El olor nauseabundo a piel quemada y basura infecta se respiraba por cada rincón de ese lugar de destrucción, las gentes corrían sin saber bien donde ir, la desesperación y la zozobra se instaló en aquel perdido pueblo y no quería marcharse, pero mientras aún existieran manzanas para Sara, sus padres eran felices.

Pero como las penurias nunca vienen solas, el alimento se fue acabando poco a poco, las latas de conservas como único sustento para sus estómagos rugientes dieron a su fin. El gobierno dispensaba de pan cada dos días pero esa medida de urgencia acabó para desgracia de estas pobres gentes que malvivían por unos dirigentes, absolutos irresponsables sin alma, que habían llevado a la guerra sin pensar en que su pueblo se moriría de hambre. 

Y llegó el momento que Julio y Rosario no hubiesen querido ni en la peor de sus pesadillas, en la casa para comer sólo quedaban 20 manzanas que con celo guardaban para su hija. Ella, con una falta absoluta de egoísmo cogió las manzanas y se las cedió a sus padres diciendo:
— Papá y mamá, os quiero muchísimo, habéis sido los mejores padres para mí, vosotros me disteis la vida y me enseñasteis lo que es ser una buena persona amante de las pequeñas cosas. Lo que yo soy os lo debo a vosotros y sin dudarlo un momento prefiero este mundo en blanco y negro aún lleno de sombras que vivir en colores con la culpa de que mis padres se queden sin comer. 

De ese modo, Sara enseñó a sus padres y al mundo entero, si supieran escuchar, algo maravilloso, de lo cual se mostraron muy orgullosos; reparte con los demás lo que tengas aunque en el intento puedas quedarte sin ello pues ese acto infinito de generosidad te recompensará con creces mucho más que si lo hubieses disfrutado sólo tú.