viernes, 23 de diciembre de 2011

Relato corto para Adictos a la escritura "Navidades negras"


El cielo estaba nublado en aquella gélida mañana de un domingo día 25 de diciembre. Se escuchaba el silencio sólo roto por el respirar agitado y descompasado de Julius Straton. Su cara transmitía desasosiego, un desconsuelo infinito y una profunda tristeza que no podían sus ojos disimular. Esa mañana sería la última de su existencia; había decidido suicidarse tirándose de la azotea de un octavo piso del edificio donde residía; estaba asqueado con todo, ya no le quedaba nada por lo que luchar, estaba vacío de toda ilusión por vivir su frustrada e intrascendente, en su opinión, vida.
 La navidad, sinónimo para todos los mortales de diversión, regalos y confraternización familiar, para Julius era indicativo de penuria, tristeza y desolación; todos los acontecimientos amargos sufridos en su vida, al menos los más transcendentes, se habían producido, curiosamente, en navidad y pensó —qué mejor fecha para quitarme la vida que en estos días—.
 Julius, como a cámara lenta, hizo el esfuerzo, primero una pierna y luego la otra, de subirse con un respingo al saliente de la cornisa donde precipitarse al vacío; su mente estaba ensimismada en el terrible acto que se disponía a acometer y sus movimientos parecían mecánicos, como realizados por un robot programado para llevar a cabo su fin y, aunque no fue premeditado, se empezaron poco a poco a agolpar en su cabeza multitud de pensamientos que le parecían tan lejanos como si no los hubiera vivido ni sufrido él. 
 Curiosamente, el primer recuerdo que le vino a la mente fue ese día de navidad a la edad de seis años cuando su padre, con una sonrisa de oreja a oreja, le ayudaba a abrir la voluminosa caja de cartón que contenía como regalo su primera bicicleta: era de un color rojo brillante con manillar de toro y marchas en su cuadro asemejando una caja de cambios de un coche; recordó con gran claridad lo que sintió ese niño con su regalo más preciado, rememoró de nuevo aquel olor a tostadas y café recién hecho que salía de la cocina, la expresión de ternura en la cara de su madre; la sensación al probarla por vez primera de su sillín mullido, la libertad al notar el viento cómo arremolinaba su pelo cuando bajaba por la calle principal de su barrio, y de los momentos tan especiales vividos con ella. 
 Ese pensamiento idílico se tornó bruscamente en otro más sombrío, aquél que no pudo olvidar jamás y que marcó a partir de entonces toda su existencia. Ese muchacho feliz de doce años, jugando un 25 de diciembre con un coche teledirigido en el patio de su casa, mientras un patrullero de policía se paraba al otro lado de la calle y del mismo salía un Agente joven, alto y corpulento, impolutamente uniformado, con gomina en ese cabello rubio repeinado con raya a un lado que, con expresión apenada, venía a informar del desgraciado accidente del Señor y de la Señora Straton cuando su vehículo, al descontrolarse por circunstancias desconocidas, se despeñaba por la carretera comarcal al otro lado de la ciudad, —fallecieron en el acto, no sufrieron—, acertó a decir con clara tartamudez el Teniente, al que se le notaba a leguas lo difícil que le resultaba aquel encargo tan desagradable. 
 “Fallecieron en el acto”; esas palabras volvían a retumbar en su cabeza, su vida se había transformado como de la noche a la mañana en un instante, la mala suerte se había cebado con él sin compasión, quebrando a partir de entonces sus fuertes creencias religiosas, —un Dios bondadoso, magnánimo y sabio nunca hubiera podido consentir tamaña injusticia—, se fustigaba Julius cada vez que su mente se enfrentaba al recuerdo de la muerte de sus padres. 
 Los siguientes años agriaron definitivamente el carácter de por sí callado y tímido de John, estuvo hasta su mayoría de edad en el Centro Estatal de Adopción “Humpshare”, reconocido no sólo por su gran labor con los chavales huérfanos de cara al exterior sino también por su férrea disciplina, casi espartana, con los chicos que tenían la desgracia de vivir en ese lugar. El Director del Centro, Sr. Hilton, era un déspota y un autoritario hijo de puta, apelativos en cualquier caso cariñosos para lo que habitualmente pronunciaban los muchachos dirigiéndose a él; se podía leer a boli en las puertas de los lavabos las siglas “H.H.P.”. Nadie que trabajara allí supo nunca qué era lo que significaban, aunque era evidente la respuesta: Hilton Hijo de Puta.
 En ese momento, recordó los castigos que el Sr. Hilton le infringía por cosas nimias, como no sentarse derecho a la mesa o dejarse comida en el plato. El cuarto oscuro, que así era como lo llamaban, era su segunda habitación en el centro para Julius; un lugar cerrado, sin luz ni ventanas, con la soledad como única compañera y con un cuenco de algo pastoso que no supo nunca identificar, por su ausencia de sabor, como alimento dos veces al día.
 Se sentía inútil, acabado, más aún cuando le llegó a su mente el recuerdo del día de ayer; eso fue demasiado para Julius. Amaia, que era su novia y la persona a la que más quería en este mundo, rompió con él para siempre; estaba harta de sus depresiones continuas y de su mal carácter, por lo que cogió sus cosas y simplemente se marchó de su casa, no sin antes espetarle a la cara una frase lapidaria —contigo es imposible vivir, no me extraña que no tengas amigos, lo malo que te pase en esta vida te lo tienes merecido—. 
 De nuevo, sus ojos se le nublaron e irremediablemente brotaron de ellos  lágrimas de amargura. Se sentía sin nada que ofrecer a nadie y mucho menos a este mundo cruel del que desgraciadamente era parte. En ese momento quiso desaparecer, quitarse de en medio de una vez por todas; hizo el primer ademán para tirarse y  acabar así para siempre su tormento. Su mente, confusa y fatigada, le ordenaba  que acabase con lo que había venido a hacer, pero su cuerpo se quedó inmóvil, rígido y casi inerte ante la idea de su inminente muerte. Una sensación nauseabunda y un frío desgarrador se fueron apoderando poco a poco e inevitablemente de él; se aproximaba el fin y lo sabía, deseaba saltar y lo hubiese hecho de no ser por lo que a continuación sucedió, algo sorprendente y único que nunca antes había acontecido en su ciudad de clima templado incluso en invierno: pudo observar cómo del cielo se precipitaban pequeños copos de nieve que se deslizaban suavemente sobre su cara desnuda mientras le hacían tomar conciencia de que aún estaba vivo.
 La desesperación que hasta entonces había dominado sin control sus actos se había tornado, como por arte de magia, en una profunda paz, y la tristeza en alegría; no podía comprenderlo pero así es como sucedió; sentía amplificada y magnificada cómo corría por sus venas la sangre rica en oxígeno y de qué forma la misma bombeaba a ritmos acompasados su corazón; pudo observar cómo el mundo, aun siendo el mismo que momentos antes, le parecía diferente, más intenso, más brillante, más espectacular; se sintió importante, único y una idea redundante comenzó a adueñarse de su mente y de todo su ser: si era verdad que nevaba ocurría sin duda por él; los astros se habían confabulado para obrar el milagro de salvar una minúscula e insignificante vida y Julius pensó —quién soy yo para llevarles la contraria—.