jueves, 5 de septiembre de 2013

El ego del escritor

El otro día me encontraba charlando de lo divino y de lo humano con unos amigos y salió, casi sin querer, el tema del ego del escritor. La conversación resultó sumamente interesante para los presentes y aquí en mi blog, santo templo de mis pensamientos, deseo contaros mi opinión al respecto.


Es cierto que el ego de una persona puede demostrarse independientemente de la profesión a que se dedique. Concretamente, a la profesión a la que le ofrezco, sin dudarlo, la mayoría de mi tiempo que es, como muchos ya sabéis, la de abogado, podría identificar con nombres y apellidos a algunos de mis colegas cuyo ego es más grande que el Estado de Nueva York aunque, no es menos cierto, que el ego del escritor es visible a leguas sin necesidad de que nadie nos lo cuente, las razones de ello las desconozco.



No soy psicólogo ni pretendo serlo pero ellos, quizás, no diferirán mucho conmigo en la apreciación de que el ego se puede asemejar a un complejo de inferioridad padecido en el pasado que a la edad adulta se transforma en el "yo soy el mejor de todos, el puto amo"; o igual es la consecuencia de un mecanismo de defensa de su cerebro al sentirse importantes. Sea como fuere, en el escritor ya consagrado como aquel que empieza a ser famosete, resulta sintomático ese cambio de postura, al menos a mis ojos inocentes.



En honor a la verdad debo decir que de los escritores o escritoras que conozco (pienso que bastantes en número y en calidad literaria), la gran mayoría de ellos o ellas no sufren de ese mal endémico, aunque "haberlos haylos". Las señales que transmiten todos las conocemos: miran por encima del hombro al que creen inferiores, se unen como en un gheto con otros de su misma condición no dejando que los demás de los mortales accedan a ese círculo de confianza, suelen ser amables y condescendientes con su prójimo pero no le pidas cercanía o empatía pues no te la trasladarán.



No deseo con este artículo crear ningún tipo de polémica pues poseo grandes amigos escritores que no quiero que puedan verse dolidos e identificados con mis palabras (algunos o algunas me han ayudado cuando los he necesitado y por ello merecen todo mi respeto y consideración más absoluta), pero si es así viene como anillo al dedo la expresión castiza de "el que se pica ajos come".



Por último, mis queridos lectores, deseo rogaros que si algún día me veo infectado por ese virus del demonio al publicar una novela o varias de ellas, hacedme el tremendo favor de contármelo sin dilación y sin ningún tipo de reparo o miedo, sabré recompensaros por vuestra sinceridad pues opino, ahora que soy un proyecto de escritor, que la humildad y ayudar con tu experiencia a personas que pudieran precisarla, es de los mayores regalos que un ser humano puede ofrecer a otro. 


domingo, 1 de septiembre de 2013

La vida de otro (relato corto)


Me hallaba en la cama, no podía dormir. Una sucesión de imágenes sin sentido se sucedían en mi cabeza y no dejaban que el reparador descanso que necesitaba se hiciera realidad.

Me levanté sin mucho esfuerzo (eso a veces me funciona contra el pertinaz insomnio), y aun estando acostumbrado a la oscuridad, no lograba reconocer mi habitación. Donde se suponía que debía estar la puerta de acceso al cuarto de baño del dormitorio principal existía únicamente el tacto inconfundible de una pared fría. No quise encender la luz para no despertar a mi querida esposa y me acosté de nuevo con una sensación extraña. Con gran fortuna para mí, concilié el sueño enseguida.

Una pesadilla con enormes monstruos deformes que deseaban mi muerte, mientras lo destruían todo a su paso y yo intentaba sin mucho éxito escapar de ellos, consiguió despertarme con el corazón latiéndome a mil por hora. Debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada y mi despertador sonaría sin compasión en unos pocos minutos, ya que mi trabajo de Broker al que detestaba pero me ofrecía la posibilidad de tener lo que tenía, requería mis servicios. Casi por instinto acudí al regazo de mi mujer pero la cama incomprensiblemente se encontraba vacía. De un respingo me incorporé cual resorte mecánico y acudí a pulsar el interruptor de la electricidad de mi mesita de noche, pudiendo hallarlo a duras penas. Al iluminarse la estancia no pude creer lo que se me presentó ante mis ojos; una estancia muy distinta a la que hasta entonces había sido mi lugar de descanso: la habitación era muy pequeña, de apenas unos cuatro metros cuadrados, estrecha y rectangular, con muebles baratos sin demasiado gusto y el cuadro de un lugar que me resultaba muy familiar a lo alto del cabecero de una cama que no era la mía.

Recorrí el humilde y destartalado piso con la intención de descubrir alguna minúscula pista del por qué me hallaba en ese infecto lugar, pero no supe conseguir una respuesta convincente. ¿Qué fue de mi apartamento en la Quinta Avenida y de mi amada Any?; ¿me estaré volviendo loco?; ¿es todo un sueño?. No se cómo pero acabé en el suelo vomitando lo que debió ser mi cena de anoche; todo muy asqueroso.

Decidí que quizás me vendría bien una ducha fría, e hice de tripas corazón en ese cuarto de baño que había sido pasto de los cerdos, o poco le quedaba. Acudí al armario del dormitorio y sólo pude divisar varios pantalones vaqueros desgastados y sucios, y algunas camisas a cuadros bastante impersonales. Salí a la calle, pues estaba desorientado con esa bocanada de una supuesta realidad desconocida para mí. Las calles, en apariencia similares a como las recordaba, parecían distintas, como si hubiese pasado el tiempo y nadie me hubiera avisado. Casi de manera mecánica mis pasos me dirigieron al lugar donde trabajo en la torre norte del World Trade Center, y una sensación de agobio comenzó a apoderarse de mis sentidos a medida que me iba acercando, pues toda la manzana había cambiado radicalmente, las torres, que antaño habían sido el santo y seña de esta ciudad de negocios, ya no podían mostrarse orgullosas al mundo enseñando sus virtudes; simplemente habían desaparecido del mapa: ¿qué fue de ellas?; ¿y qué había sido de mi ocupación laboral?.

Hundido en mi propia miseria, caminé sin rumbo durante horas que resultaron eternas; no podía comprender lo que había sucedido en mi ciudad y en mi mente para olvidarme de todo; quizás el recuerdo fuese tan traumático que quisiera no recordarlo jamás y, en ese preciso momento, la imagen del cuadro que me resultaba tan familiar volvió a mí: un bombero rodeado de escombros, humo y desesperación, llevando en brazos el cuerpo desvalido de un hombre.