domingo, 21 de abril de 2013

El diario de Monroe Crashed (tercera parte)



1 de noviembre de 2012

Estas semanas he estado desconectado de todo, incluso de mí mismo. No he tenido ganas de hacer nada, ni tan siquiera de coger un boli para escribir éste mi diario. Jimie me ha llamado hasta tres veces al día; pobre infeliz, pensará que ha perdido un nuevo paciente. No sería exagerado decir que probablemente me haya llevado varios días sin comer; hasta ese punto me afectaba mi pereza. Pero ayer, sí ayer, me ocurrió algo maravilloso que hizo cambiar esta dinámica preocupante de mi existencia.

El día comenzó extraño, pues me desperté muy temprano, aún no había amanecido. Me levanté de la cama con una energía inusitada. A decir verdad me sorprendió, ya que no había tomado bocado el día anterior. Me dirigí al frigorífico y al no haber nada apetecible en él lo cerré de un portazo y me preparé de manera automática, como si de un robot se tratara, unos sandwiches de crema de cacahuetes que todavía no había caducado en el desvencijado mueble de la despensa. No estaban especialmente buenos, a decir verdad, quizás fuese el pan utilizado que estaba algo pasado, pero resultó suficiente para saciar el hambre que arrastraba.

Con enorme decisión cogí las llaves de mi furgoneta cochambrosa, una Ford Transit de los años noventa que, aunque algo ruidosa y antigua, su motor seguía sorpresivamente funcionando como el primer día. Decididamente, los coches americanos le dan mil vueltas a cualquier japonés o europeo, eso es así, y que alguien ose discutirme este hecho incontestable. No tenía pensado hacer algo en concreto, simplemente salir a despejarme, necesitaba sentirme vivo nuevamente. Sin darme cuenta, y tras cientos de kilómetros recorridos sin que mi Ford se quejara sobremanera, ya eran las nueve de la mañana y me encontraba perdido en un pequeño pueblo llamado Hope, tal y como rezaba en un enorme cartel dando la bienvenida. Aparqué justo en la entrada en el primer hueco que encontré; la espalda me estaba matando y pensé que andar un poco no me vendría mal. Recorrí a pié la calle principal de Hope; era un puto pueblo como otro cualquiera: había mercerías, joyerías, bancos de los que, si te descuidas, te embargan la casa si debes alguna cuota de hipoteca, y bares mugrientos de los que no se asombran si pides un whisky a media mañana. Entré en el primero que ví; estaba completamente vacío. El camarero detrás de la barra era un hombre de mediana edad, canoso, mal encarado y con una barriga cervecera descomunal; si fuese mujer perfectamente estaría a punto de parir. Me miró como se mira a un extraterrestre que visita la tierra por primera vez, y me preguntó si era nuevo en el pueblo y si me había perdido. Con una falta absoluta de educación, desconociendo que su única labor en este mundo era la de servir fielmente a sus clientes, me recordó que él no estaba para indicarme el camino que lleva a la autopista principal, pero que si quería beber lo que fuese sería bien recibido, previo pago correspondiente.

Esa mañana no entraba, siendo sincero, entre mis prioridades la de matar, pero ese tipo merecía morir como lo hacen los cerdos, degollado y destripado. Con enorme frialdad le pedí el brebaje más fuerte que tuviera, y cuando se dio la vuelta para satisfacer lo que le había solicitado me quité la camisa para que no se me manchara de sangre y salté por encima de la barra; lo cogí por la espalda y con mi navaja de las mejores ocasiones, que siempre guardo en el bolsillo derecho del pantalón, le seccioné la garganta con un certero movimiento de muñeca. Mientras se desangraba ni siquiera gritó ni se resistió; no luchó ante su funesto final, porque sabía que no tendría nada que hacer conmigo. Se resignó, pues era lo que debía hacer; yo creo que tenía conciencia de que estaba haciendo historia, con la salvedad de que no podría disfrutar de esa fama al haber estirado la pata; es la descripción certera de un daño colateral. Lo dejé en el suelo boca arriba en su último estertor y, sin pensarlo dos veces, le pinché en su oronda barriga hasta llegar a su corazón. Me dio un gusto indescriptible, casi mágico, observar cómo sus tripas emergían bruscamente como butifarras enlatadas. Como trofeo de mi hazaña le saqué la lengua de su sucia boca de barman cateto y se la cercené; era larga la jodía. Antes de marcharme no me olvidé de ponerme nuevamente la camisa y de pagar la bebida pedida, como me enseñaba mi madre de chico. Ella me solía decir: “cuando vayas a un sitio debes pagar lo que pidas; son trabajadores que merecen respeto, aunque ellos no te respeten a ti”; que lo cortés no quita lo valiente; la humanidad en su conjunto debería darme las gracias por eliminar de un plumazo a ese gañán deslenguado, nunca mejor dicho .

Salí del bar con la conciencia limpia y con la satisfacción del trabajo bien hecho. Nadie me vio entrar ni salir de aquel horrendo lugar. Ese golpe de adrenalina que sentía me concedió fuerzas suficientes como para montarme de nuevo en mi furgoneta y volver a mi hogar, parando previamente en la tienda de comestibles a escasos kilómetros de mi casa. Compré pan de sandwiches, fruta fresca, chacina variada, medio kilo de queso y una botella de dos litros de Coca-Cola. La butifarra enlatada no se me ocurrió cogerla; masoquista, al menos que yo sepa, no soy. La mañana había salido redonda y tenía que celebrarlo a lo grande. 



1 comentario:

  1. Realmente sobrecogedora la impune frialdad con la que Mr. Crash comete sus crímenes... ¿Para cuando la cuarta entrega?

    Reconozco que el personaje me tiene enganchado.

    JARI

    ResponderEliminar

IMPORTANTE:
Los comentarios están sujeto a moderación, no se publicarán aquellos comentarios ofensivos o que atenten o pudieren atentar a los derechos de intimidad de terceras personas. El autor del blog únicamente se responsabiliza de los artículos que el mismo elabore y publique pero no de los comentarios de otras personas que se viertan en el blog.