domingo, 7 de octubre de 2012

El diario de Monroe Crashed (primera parte)



Éste es un relato de “estilo gore” que iba a ser escrito para el proyecto de Adictos a la escritura del mes de septiembre. Se va a componer de varias partes; ésta es la primera. Por falta de tiempo y otros factores me fue imposible realizarlo para su publicación en el día previsto, pero como me atraía escribirlo pues aquí lo tenéis. Debo reconocer que va a ser algo fuerte, por lo que a los de estómagos sensibles y a los menores de 18 años y mayores con reserva no se lo aconsejo, avisados estáis. Dispongámonos a adentrarnos en la oscuridad más absoluta de la mente humana  y en la sombría personalidad del individuo con “El diario de Monroe Crashed”. 

3 de octubre de 2012. 

Me llamo Monroe Crashed y éste es mi diario. Hoy he empezado a escribirlo por prescripción de mi médico, a partes iguales insigne y palurdo Doctor Jeremiah Smither, Jimie para los amigos. Jimie, con el que llevo tratándome varios años, judío de boquilla pero no practicante, con sus gafas culo de botella y su bigotito repelente, tiene la firme convicción de que soy un esquizofrénico paranoide, pero lo que no sabe ni es capaz de discernir en cien vidas es que he inventado esos síntomas (en la wikipedia se encuentra gran parte del conocimiento del planeta) para poder acceder sin mucha complicación a una paga de invalidez cuantiosa que, gustosamente y sin rechistar, el Estado de Massachusetts me abona religiosamente el 28 de cada mes.

No sé muy bien cómo va esto; es el primer diario que escribo pero supongo que lo procedente es empezar por el principio. Yo nací al abrigo, aunque no sea esa la palabra capaz de describirlo, de una familia que podríamos llamar de peculiar. Mi madre, una santa y el único ser humano que me ha tratado bien y me ha querido en esta asquerosa vida, era puta, y mi padre, un transportista parado en sesión continua, borracho desde las ocho de la mañana a las doce de la noche, no hacía otra cosa en todo el día que estresar al sofá mugriento del salón de casa dándole a la botella y levantándome la mano con el consiguiente mandoble posterior, muy gallito cuando ella no estaba por sus quehaceres libidinosos, si no cumplía sus ordenes a tiempo. Una tarde gris de otoño, a la edad de siete años me comunicaron la muerte en accidente de coche de mis padres; únicamente lo sentí por mi madre, no por el borracho bastardo, que era como por aquel entonces yo llamaba a mi padre. Desde ese momento me encontré solo en el mundo, y como no tenía parientes cercanos que quisieran hacerse cargo de mí, todo este cúmulo de infortunios hizo que mis huesos fueran a parar a un orfanato.

Yo, que era un niño tímido y con una inteligencia fuera de lo común, caía mal en ese agujero infecto para chavales descarriados que era Howards. Miky, no podría olvidar ese nombre mientras viviera, era un sucio y pecoso mamporrero tres años mayor que yo; no sé la razón pero la tomó conmigo. Todos los días al terminar las clases me esperaba para darme una manta de puñetazos con el único fin de robarme los apuntes, o simplemente abusar sexualmente de mí por simple divertimento. Si digo la verdad, el primer día lo pasé francamente mal. Recuerdo que tras acontecer el desgraciado incidente me metí en la ducha llorando y me llevé al menos unas dos horas bajo el agua; la angustia y la desesperación no desaparecían ni siquiera restregando mi escuálido y amoratado cuerpo con esa esponja de púas que nos proporcionaban para nuestro uso higiénico. Esto me ocurrió como una semana entera, día si y día también, pero ya no me importaba, sabía que Miky debía pagar por sus horrendos actos y yo iba a ser su brazo ejecutor.

Una mañana me levanté con la firme decisión de acabar con la vida de Miky. Lo cité a media tarde junto al único lago que se hallaba en los alrededores, a media milla del orfanato, con la falsa propuesta de enseñarle una cosa que había escondido en aquel lugar; lo que no podía saber el pecoso Miky, por ser escaso de entendederas, era que lo que iba a descubrir allí sería su muerte haciendo uso de una sartén de grandes dimensiones que previamente había robado, sin que nadie se diera cuenta, de la cocina. Una vez ambos en ese escenario sombrío, lo dirigí con entusiastas palabras hacia unos matorrales y le dije que allí estaba lo que iba a enseñarle; él se agachó para rebuscar, lo cual me dio el tiempo suficiente para esgrimir la sartén contra su cabeza inútil. Fue un golpe seco y certero. Supe que aquel desgraciado había muerto al instante, pues parte de sus viscosos sesos ensangrentados fueron a parar a la hierba fresca. Los pisé en señal de duelo y, una vez me hube recuperado de lo que había sido capaz de hacer, le até una piedra de grandes dimensiones con una cuerda a sus pies inertes, con eficiente nudo marinero, y me lo llevé unos pasos más allá de la orilla, donde la profundidad era suficiente, y con enorme esfuerzo lo lancé con todas mis fuerzas al fondo del lago; allí se quedó hasta el fin de sus días comido por los peces.

No puedo describir con palabras la amalgama de sensaciones que me causó la muerte de Miky. Me sentí especial, único, superior al resto de los mortales; en ese instante de orgasmo emocional supe que no iba a ser la única muerte que perpetraría a lo largo de mi vida. El placer que me causaba planearla y finalmente ejecutarla iba a ser para mi una droga dura: no podría pasar sin ella, como les ocurre a los yonkis en períodos de abstinencia; necesitaba el chute de poder que sólo podía conseguir cercenando la vida de otro ser humano, por el simple placer de hacerlo.