viernes, 31 de mayo de 2013

Atando cabos (primera parte) revisada


John Brown, empresario retirado, se encontraba ante la noticia que sin lugar a dudas podía truncar para siempre su existencia en la consulta del prestigioso médico Oncológico Mr. Julius Lloyds, a partes iguales frío y seco en cuanto a su carácter y forma de ser como un extraordinario Doctor; se decía por los corrillos de la Clínica que si la enfermedad tenía cura él era tu hombre. 

El empresario, aparentando sosiego pero con cierto grado de incertidumbre, le preguntó no sin tartamudear al principio 

— ¿Es grave Doctor?, ¿tiene cura?—, ante lo cual el Doctor con ese flequillo canoso que le daba un aire de aristócrata transnochado le espetó con la seriedad que le caracterizaba 

— John, debo decirle desgraciadamente que lo que Usted padece no tiene solución, aunque quisiéramos no podríamos extirparle el tumor que se encuentra alojado en su cerebro, es muy grande. A partir de este momento, según mi modesta opinión y no quiero pecar de insensible, debe arreglar sus papeles con premura, debe atar cabos sueltos antes de que…—. El buen Doctor se quedó mudo, en silencio, como si no quisiera pronunciar la palabra fatídica, palabra que nunca llegó a salir de su boca pues el empresario  le interrumpió con otra pregunta propia de un hombre impaciente como John era

— ¿Cuánto tiempo me queda de vida?—, y el Oncólogo agachando su cabeza y sin poder mirarlo a los ojos le contestó casi sin dudar, como si tuviera aprendida de muchos años la respuesta

— Dos meses, a lo sumo tres.

A John le hacía mucha gracia aquel chascarrillo del siempre genial Woody Allen que sugería las dos palabras más bonitas de escuchar "es benigno”. Fue en ese momento cuando sin pretenderlo no pudo evitar pensar en ello y sonreír levemente, probablemente por última vez por la ironía macabra del destino que suponía esta situación.

El empresario, después de pasársele millones de cosas por su cabeza en cuestión de segundos, se levantó y le agradeció afectuosamente al Doctor sus servicios marchándose como alma que lleva el viento de la consulta. Todo ello lo hizo por instinto, mecánicamente, no podía discernir claramente en otra cosa que no fuera la muerte, en el fin más sombrío, y en ese fuerte dolor de cabeza que no le abandonaba desde hacía varios años. No supo poner en pié cómo salió de aquél lugar ni cómo anduvo varios pasos más allá antes de desmoronarse como un castillo de naipes en el primer banco del parque que halló; lloró desconsoladamente y sin parar durante minutos que le parecieron eternos, y esas lágrimas de angustia y desesperación se tornaron casi sin pretenderlo en una profunda paz, una paz absoluta consigo mismo. 

      Ahora, lo más importante para él una vez asumido ese golpe duro de digerir era seguir el consejo de su médico, debía arreglar las cosas, atar cabos.

Con una vitalidad inusitada para un hombre de 61 años, recorrió las calles a grandes zancadas con dirección a su casa, un palacete de 300 metros cuadrados de piedra y recuerdos, donde debía pensar qué hacer para que todo quedara en orden. 

Lo primero que hizo nada más abrir el amplio portalón de entrada fue dirigirse curiosamente hacia su lugar favorito de la casa, como no su biblioteca, habitación donde pasaba las horas muertas leyendo, escribiendo notas en el mayor de los casos sin sentido, o simplemente garabateando sin un motivo claro; en definitiva pasando el tiempo libre que el trabajo y sus quehaceres le permitían; John ya no trabajaba, sencillamente no le hacía falta, vivía de las rentas que le generaba la venta tiempo atrás de su exitosa empresa textil. 

Tomó el papel y la pluma de las grandes ocasiones y  cuidadosamente comenzó a trazar unas líneas con su caligrafía perfecta:

"Cosas ineludibles antes de morir:
Primero.- El testamento". 

En este punto frenó sus ansias desaforadas por seguir escribiendo. La verdad sea dicha era que este tema, afortunadamente, había ya quedado finiquitado hacía varios años; tomó la decisión  tiempo atrás en la Notaría más cercana a su residencia, para no quebrarse mucho la cabeza, de dejarle todos sus bienes, ya que no tenía esposa ni hijos, a partes iguales a sus hermanos Rufo, Gandolfo y Suzanne, a excepción del Bentley, joya automovilística donde las haya, que le había prometido, sabiendo lo que hacía, a su sobrino favorito, hijo menor de Gandolfo llamado Charles; Charly, que era como cariñosamente lo llamaba, era un chico entradito en carnes, tímido y enormemente inteligente. No se parecía físicamente a él pero eso no era óbice para recordarle que probablemente muchos de los agravios sufridos por ese chico por su obesidad los padeció John aunque por otros motivos. Eso y, que demonios, le caía de puta madre.

Puso una señal de realizado y siguió escribiendo:

"Segundo.-  Hablar con la familia del suceso". 

Posiblemente eso fuese lo más difícil para el empresario, pues siempre había sido una persona reservada; pensaba que si no hablaba de sus problemas y se dedicaba a resolverlos, su familia no sufriría en exceso y también le serviría para no remover algo que le iba a hacer daño, algo que sencillamente odiaba; le repugnaba comentar lo que podía preocuparle ya que demasiado tenía con que tal o cual problema se quedara en su cabeza para luego encima tener el esfuerzo ímprobo de tenerlo que explicar. En esta ocasión la diferencia estribaba en que si hablaba de ello los demás podrían sentir lástima por él, sentimiento que por nada del mundo deseaba que le ocurriera, por lo que, y después de haberlo sopesado durante varias horas, decidió que lo mejor sería no contar la noticia y que cuando ya fuera evidente al tener que ingresar al hospital para pasar sus últimos días ya no sería necesario ningún tipo de explicación. Sí, con enorme decisión escribió en su papel.

"Segundo.- Hablar con la familia del suceso: No lo haré, no quiero hacer sentir lástima a nadie.".

Un vez hubo plasmado eso y con un peso de encima menos, con trazo firme siguió con su tarea 

"Tercero.-"

Dios, pensó, “¿no tengo un tercer punto?, ¿ha sido tan triste mi existencia que ni siquiera he dejado cabos sueltos?”. 

Entonces, sin conocer la razón, le vinieron a la mente, como cuchillos afilados, ciertos recuerdos difíciles de explicar, sucedieron hacía muchos años cuando su adolescencia llegaba a su fin; John era ya un adulto pero sus actos no decían lo mismo, había enamorado a mujeres y luego las había dejado sin compasión, las recordaba muy bien; Julia, su primer amor, y Constanza; qué mal se portó con ellas, las dejó sin más y ni siquiera tuvo la deferencia de disculparse por su actitud ni les dijo la razón cierta por la cual las dejaba.

Desde ese preciso instante, reflexionó John, ya tendría ese tercer punto, dedicaría lo poco que le quedara de vida al objeto de encontrar a esas mujeres y pondría todo su empeño y dedicación para pedirles, de rodillas si hiciera falta, humildemente disculpas, no cejando en el intento hasta que ellas le perdonaran; sería un feliz broche a su triste final. 

Escribió en su papel 

"Tercero.- Disculparme con Julia y Constanza, personas a las que hice tanto daño."