El cielo estaba nublado en aquella
gélida mañana de un domingo día 25 de diciembre. Se escuchaba el silencio sólo
roto por el respirar agitado y descompasado de Julius Straton. Su cara
transmitía desasosiego, un desconsuelo infinito y una profunda tristeza que no
podían sus ojos disimular. Esa mañana sería la última de su existencia; había
decidido suicidarse tirándose de la azotea de un octavo piso del edificio donde
residía; estaba asqueado con todo, ya no le quedaba nada por lo que luchar,
estaba vacío de toda ilusión por vivir su frustrada e intrascendente, en su
opinión, vida.
La navidad, sinónimo para todos los mortales de diversión, regalos
y confraternización familiar, para Julius era indicativo de penuria, tristeza y
desolación; todos los acontecimientos amargos sufridos en su vida, al menos los
más transcendentes, se habían producido, curiosamente, en navidad y pensó —qué
mejor fecha para quitarme la vida que en estos días—.
Julius, como a cámara lenta, hizo el esfuerzo, primero una pierna
y luego la otra, de subirse con un respingo al saliente de la cornisa donde
precipitarse al vacío; su mente estaba ensimismada en el terrible acto que se
disponía a acometer y sus movimientos parecían mecánicos, como realizados por
un robot programado para llevar a cabo su fin y, aunque no fue premeditado, se
empezaron poco a poco a agolpar en su cabeza multitud de pensamientos que le
parecían tan lejanos como si no los hubiera vivido ni sufrido él.
Curiosamente, el primer recuerdo que le vino a la mente fue ese
día de navidad a la edad de seis años cuando su padre, con una sonrisa de oreja
a oreja, le ayudaba a abrir la voluminosa caja de cartón que contenía como
regalo su primera bicicleta: era de un color rojo brillante con manillar de
toro y marchas en su cuadro asemejando una caja de cambios de un coche; recordó
con gran claridad lo que sintió ese niño con su regalo más preciado, rememoró
de nuevo aquel olor a tostadas y café recién hecho que salía de la cocina, la expresión
de ternura en la cara de su madre; la sensación al probarla por vez primera de
su sillín mullido, la libertad al notar el viento cómo arremolinaba su pelo
cuando bajaba por la calle principal de su barrio, y de los momentos tan
especiales vividos con ella.
Ese pensamiento idílico se tornó bruscamente en otro más sombrío,
aquél que no pudo olvidar jamás y que marcó a partir de entonces toda su
existencia. Ese muchacho feliz de doce años, jugando un 25 de diciembre con un
coche teledirigido en el patio de su casa, mientras un patrullero de policía se
paraba al otro lado de la calle y del mismo salía un Agente joven, alto y
corpulento, impolutamente uniformado, con gomina en ese cabello rubio repeinado
con raya a un lado que, con expresión apenada, venía a informar del desgraciado
accidente del Señor y de la Señora Straton cuando su vehículo, al
descontrolarse por circunstancias desconocidas, se despeñaba por la carretera
comarcal al otro lado de la ciudad, —fallecieron en el acto, no sufrieron—, acertó
a decir con clara tartamudez el Teniente, al que se le notaba a leguas lo
difícil que le resultaba aquel encargo tan desagradable.
“Fallecieron en el acto”; esas palabras volvían a retumbar en su
cabeza, su vida se había transformado como de la noche a la mañana en un
instante, la mala suerte se había cebado con él sin compasión, quebrando a
partir de entonces sus fuertes creencias religiosas, —un Dios bondadoso,
magnánimo y sabio nunca hubiera podido consentir tamaña injusticia—, se
fustigaba Julius cada vez que su mente se enfrentaba al recuerdo de la muerte
de sus padres.
Los siguientes años agriaron definitivamente el carácter de por sí
callado y tímido de John, estuvo hasta su mayoría de edad en el Centro Estatal
de Adopción “Humpshare”, reconocido no sólo por su gran labor con los chavales
huérfanos de cara al exterior sino también por su férrea disciplina, casi
espartana, con los chicos que tenían la desgracia de vivir en ese lugar. El
Director del Centro, Sr. Hilton, era un déspota y un autoritario hijo de puta,
apelativos en cualquier caso cariñosos para lo que habitualmente pronunciaban
los muchachos dirigiéndose a él; se podía leer a boli en las puertas de los
lavabos las siglas “H.H.P.”. Nadie que trabajara allí supo nunca qué era lo que
significaban, aunque era evidente la respuesta: Hilton Hijo de Puta.
En ese momento, recordó los castigos que el Sr. Hilton le
infringía por cosas nimias, como no sentarse derecho a la mesa o dejarse comida
en el plato. El cuarto oscuro, que así era como lo llamaban, era su segunda
habitación en el centro para Julius; un lugar cerrado, sin luz ni ventanas, con
la soledad como única compañera y con un cuenco de algo pastoso que no supo
nunca identificar, por su ausencia de sabor, como alimento dos veces al día.
Se sentía inútil, acabado, más aún cuando le llegó a su mente el
recuerdo del día de ayer; eso fue demasiado para Julius. Amaia, que era su
novia y la persona a la que más quería en este mundo, rompió con él para siempre;
estaba harta de sus depresiones continuas y de su mal carácter, por lo que
cogió sus cosas y simplemente se marchó de su casa, no sin antes espetarle a la
cara una frase lapidaria —contigo es imposible vivir, no me extraña que no
tengas amigos, lo malo que te pase en esta vida te lo tienes merecido—.
De nuevo, sus ojos se le nublaron e irremediablemente brotaron de
ellos lágrimas de amargura. Se sentía sin nada que ofrecer a nadie y
mucho menos a este mundo cruel del que desgraciadamente era parte. En ese
momento quiso desaparecer, quitarse de en medio de una vez por todas; hizo el
primer ademán para tirarse y acabar así para siempre su tormento. Su
mente, confusa y fatigada, le ordenaba que acabase con lo que había
venido a hacer, pero su cuerpo se quedó inmóvil, rígido y casi inerte ante la
idea de su inminente muerte. Una sensación nauseabunda y un frío desgarrador se
fueron apoderando poco a poco e inevitablemente de él; se aproximaba el fin y
lo sabía, deseaba saltar y lo hubiese hecho de no ser por lo que a continuación
sucedió, algo sorprendente y único que nunca antes había acontecido en su
ciudad de clima templado incluso en invierno: pudo observar cómo del cielo se
precipitaban pequeños copos de nieve que se deslizaban suavemente sobre su cara
desnuda mientras le hacían tomar conciencia de que aún estaba vivo.
La desesperación que hasta entonces había dominado sin control sus
actos se había tornado, como por arte de magia, en una profunda paz, y la
tristeza en alegría; no podía comprenderlo pero así es como sucedió; sentía amplificada
y magnificada cómo corría por sus venas la sangre rica en oxígeno y de qué
forma la misma bombeaba a ritmos acompasados su corazón; pudo observar cómo el
mundo, aun siendo el mismo que momentos antes, le parecía diferente, más
intenso, más brillante, más espectacular; se sintió importante, único y una
idea redundante comenzó a adueñarse de su mente y de todo su ser: si era verdad
que nevaba ocurría sin duda por él; los astros se habían confabulado para obrar
el milagro de salvar una minúscula e insignificante vida y Julius pensó —quién
soy yo para llevarles la contraria—.
Precioso relato de Navidad.Estamos ante un Dickens en ciernes.No obstante,una vez leídos los anteriores relatos, tienes reminiscencias de E.A.Poe,incluso de Lovercraft.
ResponderEliminarSigue así amigo. Un cordial y navideño saludo.
Aticus, me siento honrado por tu comentario aunque he de decirte que no les llego ni a la altura de los zapatos a esos "monstruos" de la pluma. Gracias por leerme y gracias por participarme tu comentario, estas cosas me hacen seguir escribiendo. Un abrazo y Feliz Navidad
ResponderEliminarMuy bonito, triste y dramático al principio, pero con final feliz y lleno de esperanza.
ResponderEliminarA mi, para serte sincera, las Navidades no me gustan nada y me ponen muy triste, mi estado de ánimo en esta época es más cercana al principio y cuerpo del relato que al final, menos mal que se pasan pronto.
Un abrazo y ¡Feliz Navidad!
María E. Sanz, para serte sincero, esta navidad que me está tocando vivir tampoco es muy halagüeña pero habrá que hacer de tripas corazón. Gracias por tu comentario sincero. Un abrazo.
ResponderEliminarPero qué depresión más grande, pobrecito y que pena me ha dado leer tu relato. Menos mal que al final hay un poco de esperanza a la vista, si no no sería Navidad, ¿no?
ResponderEliminarLaura, así es, demasiada tristeza no podía ser. Gracias por leerme y Feliz Navidad
ResponderEliminarQue bien que de alguna manera logró superar su tristeza, quedo muy bueno y logro su "milagro navideño"... felicidades.
ResponderEliminaruna nota de esperanza muy navideña! un placer leerte, aunque te sugiero que aumentes un poco el tamaño de la letra: me he dejado los ojos.
ResponderEliminarEstimada Déborah, ya he puesto la letra algo más grande, gracias por decírmelo. Por lo demás, me siento muy contento de que me leas y que te guste lo que escribo. Un abrazo y Feliz año nuevo.
ResponderEliminarSi tus obligaciones profesionales te lo permiten,¿para cuándo una nueva entrega de tu
ResponderEliminarproverbial pluma,amigo?.
Espero que hayas descansado y disfrutado de estos días tan entrañables y familiares.
Un abrazo.
Aticus, no puedo poner plazo pero mas pronto que tarde, por cierto ¿cual es tu nombre de pila?, por Aticus no se quien eres. Un abrazo.
ResponderEliminarPobre hombre, pero lo bueno es que después de todo algo tan simple y mágico como ver nevar lo hizo reaccionar. Buena decisión no contradecir al destino!!
ResponderEliminarUn gusto leerte!!
FELIZ AÑO NUEVO!!
Bendita nevada si fue capaz de salvar una vida. Solo hace falta una razón para vivir, aunque sea una ilusión.
ResponderEliminarUn saludo y Felices Reyes.
ibso
Como lo hiciste pasar, pobre personaje. Pero bueno, al menos nevó por su bien.
ResponderEliminarPues me ha gustado, sí señor. Bien escrito. Enhorabuena.
ResponderEliminarInteresante idea y curioso desarrollo. ¡Hay material ahí para mucho más! Y hablo de la mente que ha pergeñado la historia, por supuesto. Enhorabuena.
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