Aunque pareciera una noche como cualquiera otra, no lo era en absoluto; algo se había roto en mi interior y ningún pegamento mágico podría jamas unir sus pedazos. Vagué sin rumbo fijo intentando digerir lo ocurrido. Miré las manecillas de mi reloj y, para mi sorpresa, eran aún las diez; ¿las diez?, ¿cómo era posible?; sólo había transcurrido apenas hora y media desde que salí ilusionado de casa al encuentro de la felicidad y tuve el pensamiento fugaz y acertado de que siendo tan temprano mis padres sospecharían que algo no andaba bien y, reflexionándolo con más calma, tampoco me apetecía dar explicaciones y ver la cara de otro ser humano, ni menos aún que ese mismo ser humano, fuese el que fuese, me viera el rostro desencajado de angustia que con toda seguridad se dibujaría en mi rostro.
Una vez llegué al portal de casa recorrí unos cuantos metros más allá para sentarme en un poyete en apariencia limpio. Estaba solo; ni un alma se vislumbraba en toda la manzana; magnífico símil de cómo me sentía. No hallé en ese momento razón alguna para que mis sentidos, todos ellos, se despertaran con una nitidez inusitada; noté sin mucho esfuerzo la piedra fría bajo mi cuerpo inmóvil, la brisa golpeando levemente las ramas de unos árboles cercanos que se transformó en cuestión de segundos en el rumor potente de una ventisca presagiando tormenta, el sonido desagradable y estridente de unos grillos revoltosos, y mi corazón destrozado que latía a un ritmo acompasado.
Tuve pensamientos profundos y variados de mi pasado reciente y de cómo me veía en un futuro incierto, de mi alegría y de mi tristeza, del sentido de mi existencia o de la falta de él. Quise gritar, gritar bien fuerte al mundo entero que estaba harto, que dejaran de jugar conmigo, como medio hábil de alejar de mí ese desconsuelo que corroía mis entrañas pero, como podéis imaginar, de mis cuerdas vocales no salió sonido alguno. Sentí transcurrir mi miserable vida como en una película muda de Chaplin; pareciera que el universo en su conjunto se confabulaba en mi contra mediante mecanismos insidiosos para que tomara una decisión, la más difícil de todas; esa luz cegadora que podría redimirme se hallaba a escasos metros de mí, podía verla, tocarla levemente con la yema de mis dedos. No fue nada místico; esa luz eran los faros de un vehículo que pretendía aparcar en la acera, deslumbrándome por completo y despertando de mi febril ensoñación con esa bofetada de realidad. Tomé una decisión, claro que la tomé; nunca más me enamoraría, sería frío como un témpano de hielo y, de un portazo, cerré la puerta de mi dormitorio y figuradamente a la posibilidad de amar.