jueves, 27 de diciembre de 2012

Más que adicción


El proyecto de este mes de adictos a la escritura consiste, los que previamente se apuntaron a hacerlo, en que cada uno proponga un título para el relato y sortearlos en parejas. A mí me ha tocado en suerte “Más que adicción” y aquí está la historia que os propongo, espero y deseo que os guste. 

Aquí comienza “MÁS QUE ADICCIÓN”:

Corría el año 2.109. En el planeta tierra, que había discurrido por múltiples etapas, entre ellas el aborregamiento de las masas, la falta absoluta de valores morales o el individualismo como pauta común, hacía un decenio que la humanidad estaba tomando conciencia de que había de luchar por objetivos más o menos cercanos, más o menos plausibles para buscar algo más ambicioso y que todo ello sólo podía conseguirse pensando, teniendo inquietudes, debatiendo y planteándose puntos de vista dispares. Los gobiernos corruptos, los medios de comunicación que le servían así como la tecnología, que hacían que la vida fuese tan maravillosamente fácil, consiguieron tiempo atrás que la población quedara sedada de toda voz crítica y revolucionaria; simplemente vivían sin preocuparse de nada más, pero todo esto estaba empezando a cambiar.

Lo que no se había modificado ni un ápice de este periodo con respecto al pasado era que la televisión seguía siendo, como no podía ser de otra manera, el método lúdico por excelencia. La misma no se estructuraba como antaño a través de cadenas públicas o privadas, que retransmitían sus emisiones por medio canales varios con programaciones en directo o grabadas. Era todo más fácil: cada cual elegía el producto que quería ver de los miles o millones disponibles de cualquier temática imaginable. Si en un momento determinado uno tenía ganas, por poner un ejemplo, de ver un documental de naturaleza animal, lo único que debía hacer era clickear esa opción en la interface de la aplicación y automáticamente aparecía proyectado por streaming con profundidad y volumen, en una pantalla flexible con una nitidez y precisión muy por encima a la capacidad real que el ojo humano podía ofrecer, dando una sensación de realismo extremo: literalmente el león o el orangután paseaban con sus rugidos por tu salón.

Uno de los contenidos, por llamarlo de algún modo, que estaba cobrando mayor popularidad y entusiasmo en el mundo de la televisión era el auto-denominado “Gran Hermano”. Gran Hermano no era otra cosa que un programa informático, previa subscripción monetaria que equivalía a dos meses de salario, salvo excepciones relativas a investigación y conocimiento, donde los patrocinadores contrataban un avatar o patrocinado en un mundo virtual muy asemejado a la realidad, en el cual tenían cabida toda época y lugar. Las premisas eran claras y los requisitos que tenían que cumplir también; se podía elegir cinco características que tenían que ver con la fecha, lugar y entorno, y otras cinco referidas en cuanto a peculiaridades físicas y de carácter de tu avatar. Lo demás era rellenado, por así decirlo, de manera aleatoria por el propio sistema. Una vez se hubiera definido todo ello el patrocinador podría ver en directo la vida de su patrocinado desde su nacimiento hasta su muerte, sin que tuviera posibilidad de modificar nada de ella; sólo observarla como si de una película se tratara. La equivalencia de una vida entera de un patrocinado correspondía a seis meses de existencia de su patrocinador; de ese modo se regeneraba todo ese mundo con nuevos y diferentes patrocinadores y patrocinados varios.

En ese caldo de cultivo vivía nuestro protagonista, Marcus Fastvinder. Marcus era un chico de quince años que estudiaba en la Escuela Pública de Berlín como cualquier otro, aunque destacaba del resto en que era extremadamente inteligente y de una desbordante imaginación. No era una escuela al uso, pues no existía físicamente y sí en las bases de datos de un servidor a las afueras de la ciudad. Se conectaba a ella previa clave encriptada y con seguridad máxima desde cualquier parte, a través de una tablet que se obtenía de manera gratuita con el simple abono de la matrícula.

Al inicio del curso se proporcionaba a todos los alumnos además una tarjeta a modo de diapositiva personalizada, que introduciéndola en el lector adecuado mostraba de una manera gráfica y a resolución máxima la organización de todas las asignaturas, los días que había que conectarse a la escuela, las fechas marcadas en rojo como examen, las direcciones ip con las que contactar con el profesorado por videoconferencia y, en definitiva, a qué logros intelectuales se debía alcanzar para conseguir un aprobado. A Marcus, desde hacía algún tiempo, le rondaba por la cabeza cierta idea que tenía que ver con su proyecto de la asignatura de teoría del comportamiento, de su profesora Alicia Cummings. Se le había ocurrido introducir un avatar con nombre Daniel en el programa de Gran Hermano con una característica muy especial: sería adicto a la soledad y estudiaría concienzudamente su conducta en una época preestablecida, concretamente la Sevilla del año 1980. Esta ciudad fue elegida por Marcus por su clima, que incitaba a sus habitantes a interactuar con sus semejantes en la calle. La fecha, todo hay que decirlo, fue decidida al azar.

Una vez se hubo animado a llevar a cabo este cometido, Marcus habló con su profesora y ésta que se mostró muy ilusionada con el proyecto, a juicio de sus expresiones grandilocuentes y su tono de voz complaciente; a su vez, solicitó de manera inmediata autorización al programa para que, sin costo económico por ser un proyecto de investigación, se introdujera el avatar Daniel con todas las características especialmente diseñadas para él. Se les proporcionó dos claves de acceso, para que alumno y profesora tuvieran un seguimiento más cercano del experimento.

Tal y como habían intuido desde el principio, la adicción preestablecida de Daniel marcaba por completo su comportamiento ya desde sus inicios. El tardar en nacer más de treinta y seis horas, aunque la madre había dilatado lo suficiente, fue un síntoma claro de que el bebé lo que más ansiaba era encontrarse solo en la placenta de su progenitora antes que salir de ese lugar placentero para emerger en compañía de sus ascendientes. A los meses del alumbramiento el problema se hizo más que visible, ya que únicamente se mostraba disgustado y gimoteaba cuando era abrazado, tranquilizándose de nuevo si lo dejaban en su cuna.

Daniel creció y creció con una angustia que no le dejaba vivir y a la edad de diez años, sintiéndose desgraciado por no haber podido evitar el contacto humano tan sumamente desagradable para él, acabó suicidándose en el lavabo de su colegio, al que día tras día le obligaban a acudir, cortándose las venas con una cuchilla de afeitar de su padre.

Marcus no pudo contener las lágrimas. Su avatar, en escasos veinte días de existencia, había perecido para siempre y el único responsable de su desgraciado destino era él. En ese preciso instante comprendió, a fuerza de sufrimiento, la misión tan desagradable del creador, que observa cómo su creación se desvanece en el tiempo y en el espacio sin posibilidad de evitarlo.